Lecturas
Conchita Fernández nunca llamó don Fernando al Maestro; para ella fue siempre el doctor Ortiz, aunque, cuando lo aludía en tercera persona y ya en un plano de confianza, se refería a él como el illamba, que es como se dice jefe en un argot afrocubano. Fue su secretaria durante diez años a partir de 1934, y como tal fue la mecanógrafa de libros como Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar y Las cuatro culturas indias de Cuba, entre otras obras mayores, así como de todos los folletos, conferencias, artículos y discursos que preparó el sabio hasta 1944, cuando Conchita pasó a trabajar como secretaria del político Eduardo Chibás. Ortiz la llamaba «la insuperable traductora de mis jeroglíficos».
Muchos años después, Conchita no podía explicarse cómo aquel hombre era capaz de realizar todo lo que la vida lo llevó a acometer durante la etapa en la que fue su estrecha colaboradora. Atendía sus negocios, para los que tenía extraordinaria y rara habilidad; presidía la Institución Hispano Cubana de Cultura, formaba parte del ejecutivo de la Sociedad Económica de Amigos del País, editaba las revistas Ultra y Bimestre Cubano y participaba en campañas contra la discriminación racial, el fascismo y a favor de la escuela cubana.
«Tenía un sentido tremendo de la organización —recordaba Conchita—. Por las mañanas, en su oficina de la Compañía de Seguros contra Incendios El Iris, atendía sus negocios. Esta faceta de su trabajo concluía al mediodía con un buen almuerzo, pues el Doctor era fanático de los placeres de la buena mesa. De las cinco a las seis de la tarde llegaba al bufete de la calle San Ignacio número 140, que compartía con Barceló y Jiménez Lanier. Ya para entonces no se ocupaba de los asuntos jurídicos, pero tenía allí una oficina y su nombre se mantenía en la entidad porque su prestigio era mucho y no eran pocos los que acudían al lugar guiados por su fama. Ya yo era además la administradora de la Hispano Cubana de Cultura y despachábamos allí temas relacionados con ella hasta que la Hispano Cubana ocupó un cubículo en la Manzana de Gómez… Todo eso sin despreocuparse de sus investigaciones y de su obra escrita».
Conchita recordaba al illamba como un hombre jovial, generoso, preocupado siempre por los problemas de los demás. Con un sentido de humor extraordinario. «Eso sí, era muy estricto —precisaba Conchita—. Cuando pasaba tres o cuatro días sin aparecer por la oficina, ya yo sabía que regresaría cargado de trabajo. En efecto, de buenas a primeras llegaba su chofer con tres o cuatro capítulos escritos a mano del libro que el Doctor preparaba en ese momento y los diez, 15 o 20 volúmenes que citaba en su texto. Poco después arribaba Ortiz y decía: “Conchita, esto tiene que estar para el viernes en Minerva o en La Moderna Poesía”, que eran las casas que editaban su obra. “Pero, Doctor, si hoy es martes…”, respondía yo. Y él: “Lo siento. Pero te la tendrás que arreglar de alguna manera”».
Un libro capital de Ortiz es El engaño de las razas, publicado originalmente en 1945 y reeditado ahora; punto culminante de su indagación sobre el aporte negro a la cultura cubana y al desarrollo del país. Historia de una pelea cubana contra los demonios (1959) fue el último libro que publicó en vida. «Demoledor alegato contra las supersticiones religiosas provenientes de Europa, pues al cabo el africano no trajo a Cuba más supersticiones ni peores que las que vinieron amparadas en la Biblia y en el crucifijo».
A lo largo de su vida, Ortiz animó o estuvo vinculado a múltiples instituciones culturales. Con la Hispano Cubana propició la visita al país de prestigiosos intelectuales españoles y latinoamericanos. Fue presidente y socio de mérito de los Amigos del País, y estuvo entre los fundadores de la Sociedad del Folclor Cubano. Presidió la Sociedad de Estudios Afrocubanos, y varios años después animó y presidió en México el Instituto Internacional de Estudios Afroamericanos. Organizó, en plena Guerra Mundial, la Alianza Cubana por un Mundo Libre, y presidió en 1945 el Instituto Cultural Cubano Soviético. Aparte de las revistas ya citadas, es obligado referirse dentro de esta línea de fundación acometida por don Fernando a la Colección de libros y documentos inéditos o raros y a la Colección de libros cubanos, que también auspició. Ortiz «pudo escribir, como Santa Teresa, su Libro de las fundaciones», dijo en una ocasión Juan Marinello. Añadió el destacado ensayista: «No fue hombre aparte, sino hombre entre los hombres».
Una opinión muy parecida a la de Marinello era la del mexicano Alfonso Reyes. Ortiz, decía el autor de El deslinde, es sabio en el concepto humanístico y sabio en el concepto humano. El estudio, añadía Reyes, no lo aísla del mundo, antes robustece en él los saludables intereses por la vida que nos rodea.
En 1946, los participantes en la I Conferencia Internacional de Arqueólogos del Caribe, celebrada en Tegucigalpa, hicieron una excursión científica a Copán, las ruinas de la cultura maya en Honduras. Ortiz debió hablar en la clausura del evento y su discurso, allí donde no eran fáciles las emociones, hizo que los asistentes, puestos de pie y con lágrimas en los ojos, le tributaran una cerrada y prolongada ovación. El cubano vertió en esa oración un canto de comprensión y una fecunda concepción de la cultura.
«Llevamos la lección de Copán en su vida y en su muerte. Desapareció por motivos que desconocemos, guerra, enfermedades, la infertilidad de su tierra —o por cualquier otro— y sobre ella se extiende la desolación de los siglos. Sus sabios, que dominaron la ciencia, no pudieron enseñar a vivir a su pueblo, y su serpiente emplumada voló a lo ignoto. Esa es la lección de Copán. Debemos aspirar a mejor vida, sin morirnos.
«Adiós, hermana Honduras, adiós a sus hombres heroicos, adiós a sus patojos. Adiós, viejecita Copán. Allá en La Habana narraré a mi hijita las cosas de Copán y le diré sobre mis rodillas lo que sé de una serpiente de verdes plumas».
El triunfo de la Revolución Cubana sorprende a Fernando Ortiz con 78 años de edad. Quienes inquieren por su salud reciben la respuesta invariable: «Durando, amigo, durando».
En el último artículo que escribió para Bohemia y que se publicó el 10 de agosto de 1959, dice explícitamente:
«Ahora mis achaques, que van por dentro, me obligan a quietud y holganza… Tranquilo espero mi última partida de Cuba, que según me dicen será cualquier día, de repente, ya con el pasaporte visado. Un amigo me asegura que ha hecho por mí buenas reservaciones en el otro mundo, quizá en una “esquinita de fraile”. Pero si soy un bisabuelo, viejo de años y de arterias, no soy “reviejío”. Estoy desde hace tiempo plantado en la juventud definitiva. Para decirlo como decía en el siglo pasado un sabio italiano dado a los sorprendentes neologismos: “Viejo, pero no desjuvenecido”. Como aconsejaba otro pensador nada bobo, Langevin, aspiro a morir joven, pero lo más tarde posible».
¿Qué motiva ese artículo? Tres colaboradores de Bohemia, cada uno por su cuenta, lo elogian y uno de ellos lo emplaza para que se pronuncie sobre la Ley de Reforma Agraria que ya se implanta en Cuba.
Ortiz lamenta no poder extenderse como le ha sido siempre grato a lo largo de su vida, dedicada no por sacrificio sino gratis y por puro gustazo y necesidad de trabajo, a estudiar las cosas de nuestro pueblo, «esas que los cubanos no estudiamos como se debe: la esclavitud, los engañosos prejuicios racistas, el gran tesoro de la música popular de Cuba con su desbordante vitalidad afroide que ha conquistado el mundo; el contrapunteo económico y social del tabaco y el azúcar, etc.».
Don Fernando, por supuesto, está de acuerdo con el reparto de tierra entre los que las trabaja. Dice en su artículo: «Creo que la reforma agraria en Cuba, ya indispensable, será ante todo “la desamortización de las actuales manos muertas”, o sea la amorosa vivificación de las tierras solteronas, que necesitan ser fecundadas y producir». No se puede, sin embargo, olvidar en este punto que, en diciembre de 1958, Ortiz vendió las dos fincas dedicadas a la explotación de carbón y madera de que era copropietario en la Ciénaga de Zapata. Nada menos que un predio de 2 600 caballerías de las 3 000 que aparecían registradas en esa región. Su rara y extraordinaria habilidad para los negocios de las que hablaba Conchita Fernández…
«Viví, leí, publiqué, siempre apresurado y sin sosiego porque la fronda cubana era muy espesa y casi inexplorada, y yo con mis pocas fuerzas no podía hacer sino abrir alguna trocha o intentar derroteros. Y así ha sido toda mi vida y nada más», confesó y ya en sus años finales dijo a su íntimo amigo, el genial caricaturista Juan David: «Tengo más de 20 libros en la cabeza, pero temo que la vida no me alcance para tanto».
En su dedo pulgar derecho, refiere Miguel Barnet, había una zanja del grueso de un lápiz. Era la huella dejada por el trabajo en sus libros. Casi siempre sentado en la cama, como una tablita apoyada sobre las piernas, don Fernando escribió invariablemente a mano, en papeles de carta cortados al medio, que antes de pasar al mecanógrafo eran colocados entre dos cartulinas que apretaba con bandas elásticas. El trabajo me mejora, afirmaba. Trabajó mientras le alcanzaron las fuerzas, pese a la pérdida casi total de la visión, los bloqueos cardiacos, la esclerosis, la gangrena seca…
Decía: «Veo y no veo bien; estoy ciego. Oigo y no oigo bien; estoy sordo. Estoy en el momento más pesado de mi vida. Estoy viendo visiones». A partir de 1967 se reducen sus momentos de lucidez y en medio de letargos cada vez más prolongados cree verse en compañía de la madre, de los amigos muertos, de figuras famosas que le tocó conocer.
Cuando el 10 de abril de 1969, casi al filo de los 88 años, la muerte lo vino a interrumpir, hubo por supuesto el homenaje oficial y de las instituciones culturales, y su cadáver fue velado en los salones de la antigua Sociedad Económica. A ese homenaje se sumó el reconocimiento de todo un pueblo que sintió que con Ortiz perdía algo suyo y en los cabildos congo, yoruba y arará y en la ceremonia ritual de Orula resonaron los tambores para cantar el Ytuto y el enlloró que lo acompañarían en el momento de emprender su largo viaje a Guinea.
Nicolás Guillén escribió entonces: «Ortiz hizo familiar, cotidiana, la noción del mestizaje nacional, y fijó para siempre el carácter de nuestra cultura, partiendo de un punto de vista estrictamente científico. Bien pudiera, pues, el sabio cubano, libre ya de la materia que envolvió su más íntima condición, comparecer ante el grande y sabio Olorún, y decirle, con serena humildad: “Poderoso señor, misión cumplida”. Solo que don Fernando, volcado ansioso sobre la magia negra que tan profundamente llegó a conocer, nunca creyó del todo en lo que veía».