Lecturas
A los que hoy escriben a los periódicos para quejarse del ruido ambiente que mucho perturba de día y de noche, diré enseguida —y no para que les sirva de consuelo— que La Habana ha sido siempre una ciudad ruidosa. Tanto que ya en 1937, el historiador Emilio Roig de Leuchsenring, en su crónica El ruidoso problema del ruido, publicada en la revista Carteles, lanzaba la idea de crear una liga contra ese mal.
«Los mastodónticos tranvías, los estrepitosos camiones, los alborotadores automóviles, los tintineadores carritos de helado, las arrolladoras guaguas, las repiqueteantes campanas de las iglesias, los motores de los aeroplanos, los pregones de toda clase de vendedores y principalmente de los billeteros y ¡los radios! producen en nuestra capital ruidos tan estruendosos que solo podrían ser superados por los de un terremoto, un ciclón o una guerra mundial».
Cuenta Roig en su página que días antes, sobre las ocho de la noche, se vio obligado a recorrer la calle Tejadillo, de comienzo a fin, y apreció que en todas y en cada una de las casas y todos los departamentos de todos los edificios tenían puesto el radio con el capítulo correspondiente del serial de turno de Chan Li Po, el célebre detective chino salido de la imaginación y la astucia del santiaguero Félix B. Caignet. Y precisa que pudo seguirlo completo, cuadra tras cuadra, porque desde la calle se oía, si no perfectamente, sí ruidosamente.
«El automovilista no se conforma con tocar su fotuto o klaxon en las bocacalles o cuando encuentra a su paso el obstáculo de otro vehículo o de un viandante, sino que también, malcriadamente, utiliza su bocina para avisarle al pariente o amigo que vive en un tercero o cuarto piso que lo está aguardando a la puerta de la casa. Y fotuteará, sin importarle un bledo la molestia que ocasiona a vecinos y transeúntes, hasta que aparezca la persona a quien de esa inconcebible, pero comodísima manera, trataba de llamar», dice Roig en su crónica del 16 de mayo de 1937 y que parece escrita hoy mismo. No era la primera vez que abordaba el asunto, pues ya antes, en 1928 y 1929, lo había hecho muchas veces.
El problema del ruido en La Habana salta una y otra vez en libros que durante el siglo XIX escribieron memorialistas y viajeros. El francés J. B. Rosemond de Beauvallon, uno de esos tantos visitantes que testimonió su paso por la Isla, no deja de consignar las molestias que le ocasionaba.
Nicolás Tanco y Armero, el colombiano que organizó el tráfico de culíes chinos a Cuba y se enriqueció en el empeño, anota también el problema, sin criticarlo, como si el ruido formase parte del paisaje habanero.
A su llegada a la capital, se aloja Tanco en el hotel La Nobleza Vascongada, en la Plaza Vieja, donde paga dos pesos fuertes diarios. Una instalación con un zaguán lleno de racimos de plátanos y cajas de azúcar, como si fuera un almacén; los cuartos, pequeños en extremo, y la servidumbre, poco profesional. La comida, menos mal, era allí bastante buena y abundante, aunque cargada de manteca o aceite verde al uso de la cocina española. Precisa el colombiano: «No hay aseo ni orden alguno, reinando siempre un gran ruido, pues todo el mundo disputa como si estuviera en una plaza pública».
Sale Tanco a la calle y «la pasión dominante es el baile; todo el mundo baila en La Habana sin reparar en edad, clase o condición… Las mismas danzas se bailan en el palacio que en el bohío… Todo el día se oyen tocar las danzas, ya en las casas particulares, ya por los órganos que andan por las calles, a cuyo sonido suelen bailar los paseantes. Muchas veces he pasado, a mediodía, por una de aquellas casas que dan al Circo; la música ha herido mis oídos».
Escribe Tanco que en La Habana cada barrio cuenta con un mercado famoso pero, en su opinión, el mejor es el de la Plaza del Vapor. En el interior del edificio se expenden carnes y toda clase de legumbres y verduras, y en el exterior, las frutas. «Pero lo que sorprende es la mezcolanza y variedad, pues al lado de una tienda de naranjas y piñas, se encuentra un lujoso almacén de ropas, y todas las galerías están plagadas de baratillos… La Plaza del Vapor, además, encierra cafés, barberías y toda especie de establecimientos; puede decirse que es la capital de La Habana, así como el Palais-Royal podía llamarse la capital de París».
Sin embargo, precisa que no hay que salir de la casa para comprar lo que falta, pues «desde que amanece empieza a recorrer las calles una multitud de vendedores llevando caballos cargados de cuanto se pueda necesitar. Jamás tocan a las puertas, pero van gritando sin cesar y a voz en cuello cuanto llevan… Cada vendedor adopta un modo de gritar particular, y se necesita mucha práctica para poder adivinar algunas veces lo que quieren decir, por lo raro que gritan. En Estados Unidos y Francia, las mujeres venden cantando; en La Habana, isleños y negros venden tarareando y bailando. Cada país indica en todo sus instintos».
De los vendedores ambulantes que aumentaban con sus pregones el índice de ruido en La Habana, escribe asimismo Eliza Mc Hatton-Ripley. Esa norteamericana, que vivió en Cuba entre 1865 y 1875, vio como otros pocos viajeros de la época y lo memorizó todo a fin de recogerlo luego en su libro De bandera a bandera, que publicó en Nueva York, en 1889. A diferencia de otros testimoniantes, escribió desde adentro, sin olvidar por ello su condición de extranjera. Fue dueña de esclavos en su país y volvió a serlo en Cuba, donde llegó a poseer el ingenio azucarero Desengaño, en la provincia de Matanzas, y en el entonces aristocrático barrio del Cerro fijó su residencia, frente por frente a la del cónsul inglés, a un tiro de piedra de la del cónsul alemán, a la vuelta de la esquina de la del representante ruso y rodeada de las de hombres de negocios foráneos, ya que esa zona era entonces la preferida por los diplomáticos y el empresariado.
Hasta allí llegaban también los vendedores ambulantes. El primero de ellos en aparecer, recuerda Mc Hatton-Ripley, era, por supuesto, el lechero, que arribaba con su pobre vaquita y un rezagado y amordazado ternero. Martha, la esclava que la señora había logrado traerse desde EE.UU., corría a la calle en respuesta al agudo grito de «¡leche!». El hombre ordeñaba con destreza y la taza de Martha rebozaba de espuma. Una espuma que se deshacía antes de que el lechero doblara la esquina y dejaba poquísima leche en el recipiente.
«Los vendedores de hortalizas, frutas y aves, con diversos cascabeles tintineantes y gritos o silbatos discordantes, parecen pasar en procesión interminable, con largas hileras de caballitos, pesadamente cargados, atada la cabeza de cada uno a la cola apretadamente trenzada del que le precedía, y el primero de todos montado por un guajiro con la camisa fuera de sus pantalones y la faja ornamentada por un ancho cuchillo», dice la memorialista que anota además el paso de los aguadores. El agua entonces llegaba en pipas a las casas, pero era tan impura que aun las familias de recursos más escasos se privaban de satisfacer otras necesidades para adquirir el líquido que aquellos vendedores traían desde los manantiales de Marianao, a unas nueve millas de distancia, y que vendían en cuñetes de diez galones.
«Hacia el mediodía, los dulceros, con triángulos de retintín o gritos chillones, que siempre atraían a niños y criados, pasaban con grandes bandejas diestramente equilibradas sobre sus cabezas, en las que traían pequeños cuencos y tazas de confituras recién hechas, conservas de guayaba y mamey, coco rallado cocido en azúcar y un delicioso flan de leche de coco, además de varias preparaciones de frutas. Las familias se proveían diariamente de postres con estos dulceros que recorrían las calles con su mercancía descubierta, indiferentes al polvo y el sol», escribe Eliza Mc Hatton-Ripley en De bandera a bandera.
De esos vendedores ambulantes, el único que Jorge Mañach salvaba en sus Estampas de San Cristóbal (1926) era al mantecadero. Encontraba ejemplaridad en ese personaje que «empuja y suena a la vez» en un medio en que «tantos quieren sonar sin empujar».
Alejo Carpentier dejó asimismo anotado el ruidoso problema del ruido. Recordaba el novelista a los vendedores de percheros, cuyos pregones se oían a diez cuadras de distancia. Evocaba además al florero, al dulcero y al organillero con sus pasodobles y pasajes de zarzuelas de moda…
«Todo era un estrépito constante y continuo en la calle», apuntaba Carpentier y dejaba una vívida estampa de una función de ópera en el Teatro Nacional. En el salón de la derecha del vestíbulo del teatro exhibían un cachalote gigantesco. El saloncito de la izquierda se destinaba a la venta de discos. Frente, cruzando la calle San José habían montado una carpa con maniquíes que reproducían todas las purulencias de personas aquejadas de enfermedades venéreas, y a la entrada de la carpa un negro enorme, megáfono en mano, gritaba: «Aquí el que entra bailando rumba sale todo desconflautado», mientras que en el escenario del teatro, Caruso cantaba Celeste Aída y los ruidos se metían en el coliseo porque como no había aire acondicionado, las funciones se daban con puertas y ventanas abiertas.
Ya eran Caruso, el cachalote, los discos, el negro del megáfono, los maniquíes… y encima de todo el circo Santos y Artigas con 12 leones metidos en el sótano y que escandalizaban de tal manera que sus rugidos entraban también en la ópera.
De acuerdo con el parecer de Emilio Roig de Leuchsenring en cuanto a la necesidad de acabar con el ruido en La Habana, el alcalde de entonces, Miguel Mariano Gómez, dirigió un suplicatorio a la ciudadanía a fin de que «voluntariamente» contribuyera a reducirlo y a evitar los ruidos innecesarios. La súplica no surtió el efecto deseado y el mayor capitalino se vio obligado a dictar un cuerpo de medidas que disponían la penalización de los ruidosos. Las disposiciones coercitivas, porque nunca hubo la voluntad de aplicarlas, tampoco dieron resultado, y en 1937 cuando Roig decidió lanzar su idea de crear una liga contra el ruido, las cosas en ese sentido estaban peor que antes en la capital. De nuevo el eminente historiador pudo contar con el apoyo de la alcaldía, y aunque su titular de entonces, Antonio Beruff Mendieta, anunció que no condonaría ninguna de las multas que se impusiera a los ruidosos, no se aplicó multa alguna, la proyectada liga se quedó en el proyecto y los habaneros, tan campantes, continuaron metiendo ruido en el sistema.
Han transcurrido casi 75 años de la catilinaria de Roig de Leuchsenring y, sin miramientos, el ruido es cada vez peor. Los radios y otros equipos más potentes y con mayor capacidad de volumen molestan e intranquilizan al vecindario el día entero. Se usa y abusa de los fotutos de los vehículos motorizados. En esta o en la otra casa la lipidia entre madre e hija empieza, por cualquier nimiedad, a las siete de la mañana y no finaliza hasta entrada la noche, y de acera a acera dos amigas, a grito pelado, airean animadamente sus intimidades… Parece que ya va siendo hora de retomar la idea de la liga contra el ruido y los ruidosos molestos e indeseables.