Lecturas
Carlos Fonseca debió haber sido el limpiabotas más reputado de La Habana a comienzos del siglo XX. No solo le lustraba el calzado a don Tomás Estrada Palma, entonces presidente de la República, sino que también eran clientes suyos otros tres que, con el tiempo, ocuparían la primera magistratura: el mayor general Mario García Menocal, el licenciado Alfredo Zayas y el general Gerardo Machado. Claro que no todos los usuarios de su sillón eran presidenciables. Fonseca también daba servicio a gente como Rafael Montoro, figura cimera de la autonomía en Cuba, y a no pocos veteranos de la Independencia, como el general Sánchez Figueras, que estuvo con Maceo en el combate de San Pedro y que, ya acabada la guerra, se casó con una muchacha bellísima que podía ser su nieta y a la que dejó viuda cinco años después de haberla desposado.
Tenía Fonseca su sillón en el café El Guanche, en Belascoaín y Neptuno, frente al café El Siglo XX, que todavía existe, y hasta esa esquina llegaba don Tomás… en tranvía.
Resulta que Frank Steinhart, presidente de la Havana Electric, la empresa propietaria de los tranvías habaneros, puso uno de esos vehículos a disposición de Estrada Palma, que lo utilizó para acudir a su toma de posesión como Presidente de la República, el 20 de mayo de 1902, y siguió utilizándolo luego en no pocas de sus gestiones oficiales y particulares.
Abordaba el mandatario el tranvía en las inmediaciones del Palacio Presidencial (antiguo Palacio de los Capitanes Generales) en la Plaza de Armas; salía el vehículo de La Habana Vieja, se internaba en el centro de la ciudad y al entrar en Belascoaín hacía una breve parada a la altura de Neptuno para que descendiera el Presidente. Una vez que le limpiaban los zapatos, don Tomás esperaba a que el tranvía, que había dado la vuelta por Reina, pasara a recogerlo, esta vez por Neptuno.
Gerardo Machado fue el primer presidente cubano que voló en avión, y uno de los primeros mandatarios en hacerlo en el mundo.
Charles Lindbergh, el primer aviador en atravesar solo y sin escalas el océano Atlántico, invitó al dictador a sobrevolar La Habana y Machado no solo aceptó la propuesta, sino que le cogió el gusto de tal forma que a partir de ese momento cada vez que tenía necesidad de desplazarse al oriente de la Isla pedía a Cubana de Aviación que pusiera a su disposición un aparato para ahorrarse la carretera.
El 20 de mayo de 1927, Lindbergh partió del aeropuerto Roosevelt, en Nueva York. Tripulaba un aparato de un solo motor, rediseñado por él mismo, que tenía por nombre Spirit of Saint Louis. Treinta y tres horas y 32 minutos después arribaba al aeródromo de Le Bourget, cerca de París, y consumaba la hazaña que lo convertiría en uno de los aviadores más famosos de todos los tiempos. A partir de ese histórico vuelo, y siempre a bordo de su monoplano, visitó varios países latinoamericanos con el propósito de abrir nuevas rutas aéreas. En todas las naciones que visitó se le recibió con gran pompa y se le tributaron los honores que merecía.
Cuba no sería la excepción. El 8 de febrero de 1928, fecha de su llegada a La Habana procedente de Haití, se declaró el Día de Lindbergh. El pueblo habanero fue a darle la bienvenida en el aeródromo del campamento militar de Columbia y lo aclamó luego en la terraza norte del Palacio Presidencial. El general Alberto Herrera, jefe del Ejército, y el doctor Orestes Ferrara, secretario de Estado, lo condujeron enseguida a presencia del presidente Machado, que le otorgaría una importante condecoración. Cuba fue el último país que visitó el famoso aviador norteamericano a bordo del Spirit of Saint Louis. Al regresar a su país decidió que el avión se conservara y exhibiera en el Museo del Aire y el Espacio, de Washington. Lindbergh volvería a la capital cubana en febrero de 1929 a bordo del avión Águila solitaria.
El 12 de febrero un avión se engalanó en el aeropuerto de Boyeros para acoger al presidente de Cuba y al más nombrado de los aviadores, que lo tripularía. Era un Ford de tres motores con capacidad para diez pasajeros y dos tripulantes. A partir de ahí ese mismo aparato u otro con características similares, que hacía entonces los vuelos Habana-Santiago de Cuba con escala en la ciudad de Camagüey, estuvo al servicio de Machado cada vez que el dictador lo solicitaba. Le falló sin embargo el día de la fuga, el 12 de agosto de 1933. Pidió dos aviones, de 12 plazas cada uno, para huir de la justicia popular con sus más cercanos colaboradores, y tuvo que conformarse con un aeroplano de seis plazas.
Ese Ford de tres motores, propiedad de la Pan American Airways y que Cubana de Aviación arrendaba, fue vendido, en los días de la II Guerra Mundial, a la República Dominicana, que lo utilizó como avión presidencial. Después que el sátrapa Rafael Leónidas Trujillo se cansó de usarlo, el aparato volvió a los Estados Unidos, y aquella aeronave utilizada por dos dictadores empezó a emplearse en labores de fumigación, hasta los años 60, cuando se sacó de circulación, pero…
Hace un par de años el viejo avión fue restaurado y se está usando en viajes turísticos en la ciudad de Grand Rapids, en Michigan. Cobran 50 dólares por pasajero a cambio de una vuelta de 15 minutos.
El doctor Ramón Grau San Martín, presidente de Cuba por segunda vez entre 1944 y 1948, era así. No por gusto ganó el mote de «Divino Galimatías». Su lenguaje era oscuro y confuso; cantinflesco. Y resultó todo un maestro para eludir compromisos y rodear o evadir temas sobre los que no le interesaba definirse o sobre los que quería ocultar su pensamiento.
Los comerciantes de la calle Muralla le pidieron una entrevista a fin de referirle temas de su interés y para los que buscaban el apoyo del primer mandatario. Hay que decir en honor a la verdad que Grau hizo varios intentos por recibirlos, y como siempre una responsabilidad mayor se lo impidió decidió incluirlos en la agenda de la más próxima audiencia pública, sesión maratónica de entrevistas en la que uno de los ayudantes o el secretario del Presidente establecía el orden de precedencia en el recibo y donde no faltaban aquellos personajes que gozaban de lo que en la época se llamaba «derecho de mampara», que les franqueaba la puerta sin necesidad de espera alguna.
A las seis de la tarde llegaron los comerciantes de Muralla a Palacio y eran más de la una de la madrugada cuando los hicieron pasar al despacho del Presidente. Grau, muy serio y con los brazos en jarra, los esperaba de pie detrás del escritorio.
—Sé que están aquí desde temprano, pero ya saben como son las tareas de un mandatario… agobiantes. ¡La cantidad de gente que me vi obligado a recibir! Imagino, sin embargo, que su espera no habrá sido infructuosa, porque habrán reparado en el retrato del presidente Menocal que está en el antedespacho y verían como le cambia el rostro a medida que cae la noche.
Al oír aquello, los comerciantes de la calle Muralla quedaron sin palabras. Desconcierto. Intercambio de miradas. Sonrisas forzadas. A uno de los del grupo se le escapó un estornudo. Grau volvió a la carga.
—¿No lo vieron? ¿Cómo es posible que pasaran por alto detalle tan evidente? Vengan, vengan conmigo.
El Presidente condujo al grupo a la antesala del despacho presidencial y lo hizo situarse delante del retrato en cuestión.
—Verán cómo le cambia la cara. ¡Obsérvenlo! —y a punto ya de escurrirse por un pasillo, añadió: ¡Y síganlo observando!
Aquella noche los comerciantes de la calle Muralla no volvieron a ver al Presidente.
Los dictadores son tacaños en su derrota. Fulgencio Batista, a partir de 1959, no se cansó de proclamar su pobreza, aunque nadie se lo creyera, y otro tanto sucedió con Machado. El día de su fuga, dos de sus ayudantes transportaban el extraño equipaje del ex dictador: ocho saquitos de lona, pesaditos. En estos iba, en oro, parte de la fortuna de Machado. Otra parte quedaba en Cuba, al amparo de entidades bancarias, segura al parecer.
Pese al reclamo popular, Carlos Manuel de Céspedes, que sucedió a Machado en la presidencia desde el 13 de agosto, no tomó medida alguna contra los depredadores del tesoro de la nación ni confiscó los bienes de los malversadores. En cambio Grau, llegado al poder al calor del golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933, recogió el sentir de la ciudadanía y nombró a un fiscal o acusador popular que les iría arriba a los ladrones. Solo en un banco habanero fueron selladas más de 12 cajas de seguridad pertenecientes a figuras muy vinculadas con la dictadura derrocada, entre estas la de Elvira Machado. Contenía joyas muy valiosas y más de un millón de pesos en efectivo.
—¡Eso es un robo! El contenido de esa caja es la fortuna personal de mi esposa. Las joyas son una herencia familiar y tienen el valor total de 106 000 pesos —declaró Machado en Montreal, Canadá.
Añadió: «Creo que la historia me hará justicia. Mi fortuna actual no es desproporcionada con la que tenía cuando ocupé la presidencia. Tenía entonces 400 000 pesos por la venta de la Compañía Cubana de Electricidad y grandes intereses en el central azucarero Carmita. Además de poseer otras plantas eléctricas y fábricas de hielo en diferentes localidades de la Isla…».
El proceso contra los malversadores proseguía en La Habana y el jefe de la Policía Judicial levantaba el inventario de las cajas selladas y ponía los documentos en manos del doctor Guillermo Montagú, magistrado del Tribunal Supremo y juez instructor de la causa. El fiscal o acusador popular, por su parte, localizaba y sellaba la caja de seguridad del mismo Machado. Pero esa vez el ex dictador se movió rápido y con 150 000 pesos sobornó a la comisión de insobornables que perseguían a los ladrones del erario.
Como Machado no desaprovechaba oportunidad alguna para desmentir los comentarios sobre la fortuna fabulosa que se le atribuía, asegurando que estaba «más bien pobre, como pocos en mi condición», alguien decidió jugarle una broma pesada. Una noche, un sobre dirigido a su nombre llegó a la carpeta del hotel canadiense donde se alojaba. Un bellboy lo subió hasta la habitación del ex mandatario y Machado ordenó que lo abrieran. Sorpresa. Contenía un centavo y una nota en la que se leía: «Como hemos sabido que está tan pobre, sírvase aceptarnos esta modesta ayuda».
De más está decir que Machado montó en cólera.
(Fuentes: Textos de José Oller y Newton Briones Montoto e informaciones orales)