Lecturas
Pepe el Mallorquín debe haber sido el último pirata que operó en el Caribe. Hacia 1820 —quizá un poco antes— comenzó a sembrar el pánico en las poblaciones aledañas a la costa sur de Cuba y entre los pobladores de otras islas vecinas. Nada lo amilanaba. Nada parecía poder contener a Pepe el Mallorquín. Actuaba con impunidad absoluta y encontraba refugio seguro en el sur de la Isla de Pinos, actual Isla de la Juventud, de la que llegó a apoderarse. Allí, en el río Mal País, afluente del Santa Fe, fondeaba su goleta que había bautizado con el nombre de La Barca y que estaba equipada con un solo cañón. En las márgenes del Mal País, los 40 hombres del Mallorquín recuperaban fuerzas y aguardaban el momento de reanudar sus acciones.
La suerte sin embargo no los acompañaría siempre. Se pusieron un día a la vista de dos goletas británicas que hostigaron a La Barca hasta su fondeadero habitual. No pudieron los perseguidores pasar de la boca del río, pero dos de sus botes armados llegaron hasta la guarida de los piratas y los batieron sin que lograran exterminarlos. Fue entonces que una de las goletas se dirigió a La Habana a fin de que su oficial al mando solicitara al Capitán General la autorización pertinente para rematar la tarea comenzada.
Recibieron el permiso del Gobernador y desembarcaron cien ingleses en la zona donde permanecían diseminados los hombres del Mallorquín, que se defenderían con tenacidad y valor. Con tanta fiereza resguardaron su espacio que los ingleses, pese a contar con ayuda de no pocos criollos, tardaron un año en eliminarlos, sin que consiguieran su propósito de atrapar con vida al jefe pirata. Pepe el Mallorquín murió al reventársele entre las manos el trabuco que operaba. Los ingleses pudieron tal vez haber mostrado algún respeto por el hombre que los mantuvo en jaque durante tanto tiempo; no lo hicieron. En cambio, profanaron su cadáver y, en son de triunfo, llevaron su cabeza a Inglaterra.
He traído a colación este hecho porque dio motivo en su tiempo a que España recordase que la Isla de Pinos era parte de sus dominios, cosa que pareció olvidar desde 1494, cuando ese territorio fue descubierto por Cristóbal Colón, que hacía entonces su segundo viaje a América y que le llamó Evangelista. Claro que la cosa no fue así de fácil. Tuvo Inglaterra que advertir a España que debía guarnecer el territorio pinero para evitar que gente de la ralea de Pepe el Mallorquín lo utilizara como refugio y base de operaciones o, de lo contrario, abandonarlo y renunciar a su soberanía para que fuerzas de otra nación lo ocuparan y fortificaran. No se anduvo por las ramas el Gobierno inglés. Sus emisarios fueron directos y categóricos en su planteo: si Madrid renunciaba a sus derechos sobre la Isla de Pinos, Londres los asumiría.
Resulta muy extraño que ese territorio, que tenía mejores condiciones para su colonización que otras ínsulas antillanas, permaneciera durante dos siglos y medio olvidado de la nación a la que pertenecía. Ninguno de los gobernadores que durante ese tiempo mandaron en Cuba pensó seriamente en la existencia de la Isla de Pinos cuando sus atractivos despertaban el apetito de los que la conocían desde que el célebre corsario inglés Francis Drake reconoció el territorio en 1596. Era tradición que todos los piratas que surcaban los mares del sur desembarcaban en la isla en busca de agua y leña. El censo de 1774 no menciona a Isla de Pinos ni lo hace el de 1792. Tampoco el de 1817, aunque fuentes oficiales acreditan que ya a mediados del siglo XVIII había allí gente y ganado, así como chozas de pescadores en algunas de sus playas. Servía de refugio a los que, tanto en Cuba como en las islas vecinas, escapaban de la ley.
Fue tras la advertencia de Inglaterra que Francisco Dionisio Vives, gobernador de la Isla de Cuba, recibió la orden terminante de meter manos en el asunto. Vives dispuso a su vez que don Clemente Delgado, un teniente coronel de artillería, se trasladase al territorio pinero y lo estudiase desde el punto de vista geográfico y militar. Cumplió Delgado satisfactoriamente su cometido y redactó una detallada memoria en la que, entre otros muchos temas, dio cuenta de las riquezas naturales del territorio explorado. Tal desvelo le valió que Vives lo nombrara Comandante Militar de la isla, y hacia allá partió de nuevo don Clemente al frente de un destacamento de 14 hombres de tropa y un teniente que sería su ayudante. Llevaba además a 12 presidiarios.
Claro que decir que España no se ocupó hasta entonces como debía de la isla, no equivale a decir que se encontrara despoblada. Su primer propietario fue el capitán Hernando de Pedroso, a quien se mercedó en 1627.
A la muerte de Pedroso en 1632, el propietario de la Isla de Pinos pasó a ser su hijo José. Muerto este, la propiedad quedó en manos de sus hijas Ana e Inés. La primera, casada con Fernando Zayas Bazán, tomó para sí la mayor parte de las tierras, mientras que Inés, casada con Manuel Duarte, se adjudicaba la suya. Dejaban sin ocupar un espacio que con el tiempo legarían a una sobrina.
Muerta Ana, su viudo Fernando permutó con su concuño Manuel Duarte, que le dio a cambio el corral de Quivicán, la parte heredada de su esposa. En ese mismo año la sobrina beneficiada vendía su propiedad a dos de los hijos de don Manuel. Murieron ambos sin sucesión y la propiedad de toda la isla se consolidó en manos de don Manuel Duarte, que a su muerte la legaría, por mitades, a sus hijos Francisco Javier y Nicolás.
Ese Nicolás, como encargado de la administración de Isla de Pinos, la arrendó en 250 pesos anuales a Antonio Gelabert, y un año después permutó con Nicolás Bazán la mitad de esta, más 50 caballos y 250 vacas, por el corral de Guanabo. Fallecido Nicolás en 1758, su propiedad se dividió en siete haciendas o corrales que fueron a parar a manos de cada uno de sus siete hijos. Uno de ellos fue nombrado gobernador de la Isla de Pinos por el capitán general Conde de Ricla. Comenzaron entonces los intentos por colonizar la isla, que no tardó en empezar a contribuir con algún ganado en el abasto de La Habana, pero el Gobierno colonial no accedió al reclamo del gobernador local en cuanto a la fundación de un poblado. Tenía el territorio entonces 76 habitantes. El 10 de diciembre de 1787, el capitán de fragata Julián Terry presentaba a las autoridades habaneras el voluminoso documento que contenía las conclusiones de su largo viaje de estudio e investigación en la isla, cuya población se elevó a los 300 habitantes, dedicados muchos de ellos a la salazón de carne vacuna, que entraba en la isla grande por el puerto de Batabanó.
Es aquí donde esta historia se empata con lo que se relató al comienzo de la página. Aniquilado Pepe el Mallorquín y tras la advertencia inglesa, el capitán general Francisco Dionisio Vives recibió de Madrid la orden de volver los ojos hacia Isla de Pinos y nombró al teniente coronel Clemente Delgado como gobernador de la isla. Logró este, tras largas conversaciones, que uno de los herederos de Duarte cediera una legua de terreno (algo más de cinco kilómetros y medio) para la fundación de un poblado. Se dividió ese terreno en parcelas que se repartirían entre los interesados, sin más obligación que la de construir en estas en el plazo de un año.
Quería Delgado fomentar la colonia de la Reina Amalia, llamada así en tributo a la tercera esposa de Fernando VII. Como el espacio cedido resultaba estrecho, consiguió el teniente coronel que la Real Hacienda adquiriese otras cinco leguas, suficientes para la colonia en proyecto y que colindaban con el terreno cedido. Hizo Delgado el croquis del poblado que quería fundar y lo remitió al Gobierno de La Habana, que lo aprobó en todas sus partes. Nacía así Nueva Gerona, la capital del territorio, situada entre montañas y a unos cuatro kilómetros de la desembocadura del río Casas.
Si el nombre de la colonia fue un guatacazo a la tercera esposa del monarca español Fernando VII, con Gerona se quiso guataquear a su vez a Vives, que en la guerra de independencia española defendió heroicamente la plaza catalana de ese nombre.
De cualquier manera, la migración hacia el nuevo poblado transcurrió a cuentagotas. La crónica refiere que el primer núcleo de población lo conformaron una compañía de soldados, que sería destacada en el lugar como guarnición fija, y un destacamento de presidiarios. En 1850 se construyó el cuartel, que seis años después quedaba convertido en hospital militar.
Antes, en 1847, con horcones de madera dura y techo de guano, se construyó el templo católico, que se puso bajo la advocación de Nuestra Señora de los Dolores. Se construyeron asimismo dos escuelas primarias, una para hembras y otra para varones, una galera para presidiarios, un hospital civil y la sede de la administración local.
El turismo vino en ayuda de Gerona. Familias pudientes de La Habana y de otros lugares del país disfrutaban todos los años de las excelentes aguas termales de La Fe y de su clima beneficioso para las enfermedades pulmonares y del estómago. Eso acrecentó la población y dio lugar a que se fundaran establecimientos y hoteles para la atención de los visitantes.
Durante el siglo XIX muchos cubanos condenados a prisión por sus ideas independentistas fueron enviados a la Isla de Pinos a cumplir su pena. Ya en la República, el dictador Gerardo Machado y su ministro de Gobernación, Rogelio Zayas Bazán, concibieron la idea de construir allí el llamado Presidio Modelo, que se inauguró en 1931. Duró hasta después del triunfo de la Revolución, cuando se desmanteló. Era una réplica de la cárcel de Joliet, en Illinois, Estados Unidos, y contaba con cuatro galeras circulares de cinco plantas cada una. En cada planta había 93 celdas. Disponía además de otras edificaciones que daban albergue a unos 6 000 reclusos en total.
Hoy me he permitido esta vuelta por la Isla de la Juventud. Es curioso. Pensaba en escribir sobre otro tema cuando la historia de ese pedazo del territorio nacional me salió al paso. En verdad, tenía otras ideas. Decir, por ejemplo, que tiempo hubo en que El Calvario, en el municipio de Arroyo Naranjo, tenía un solo médico y que los enfermos del lugar tenían que enviar a preparar sus fórmulas a Jesús del Monte o a Calabazar. O decir que la hoy populosa barriada de Luyanó contaba con 49 habitantes en 1853. O que, por la misma época, había en La Güinera una ermita que oficiaba misa solo una vez al año, el 13 de junio, día de San Antonio de Padua. O que el Café Colón funciona, según mis cálculos, desde 1858. Pero esto lo veremos en otra ocasión.