Lecturas
Ciento veintiocho gobernadores ejercieron el mando en Cuba durante la Colonia. De ellos, ocho ocuparon el cargo en dos ocasiones, y solo José Gutiérrez de la Concha y Blas Villate, conde de Valmaceda, en tres, en tanto que otros 16 lo hicieron con carácter interino. Varios de esos 128 gobernadores —tres por nuestra cuenta— fueron destituidos antes de concluir sus mandatos. De todos, los que permanecieron mayor tiempo al frente de los destinos de la Isla fueron Diego Velázquez de Cuéllar (1511-1524) y Salvador Muro y Salazar, marqués de Someruelos, que también lo hizo a lo largo de 13 años a partir de 1799. El más breve, Diego Antonio de Manrique, llevaba 13 días en el poder cuando cayó fulminado por el vómito mientras inspeccionaba las obras en construcción de la fortaleza de la Cabaña. La fiebre amarilla, que no respetaba fortunas, rangos ni dignidades, se lo llevó de cuajo para convertirlo en uno de los nueve gobernadores que fallecieron en su puesto. De esos nueve, Diego Velázquez murió de envidia, y dos, Francisco de Carreño y Manuel de Salamanca y Negrete, fueron envenenados.
Sobre el fin del general Salamanca, como veremos más adelante, los investigadores cubanos y españoles no se ponen de acuerdo. ¿Muerte natural o asesinato? Aunque ya abordamos este tema (Juventud Rebelde, 7 de julio de 2002) bien merece el caso, a la luz de nuevas lecturas, otra vuelta de tuerca. Sí parece estar más claro el asunto en lo que a Francisco Carreño se refiere. Carreño era de armas tomar. Se distinguió como navegante en la era de los descubrimientos y luego enfrentó a indios, corsarios y piratas en Nicaragua y Cartagena de Indias. Por su valor, lo nombraron Gobernador de Panamá en los tiempos de las revueltas sangrientas que protagonizaron Lope de Aguirre y sus «marañones». Felipe II lo designaría Almirante de la Armada Invencible y cuando la Armada Invencible fue vencida, el monarca no lo dejó de la mano, pero le confió un puesto menor, tan menor como el de Gobernador General de Cuba en una época de gran pobreza pública.
Llegó a la Isla en 1577 y se percató de inmediato de la malversación colosal de su antecesor, Gabriel de Montalvo, y del arquitecto Francisco Colona en el Castillo de la Fuerza Vieja. A Montalvo lo envió encadenado a España, pero se apiadó del arquitecto por ser pobre, tener seis hijos a su amparo y hallarse endeudado. Aun así, Colona debía reintegrar dos mil ducados a las arcas reales y construir de nuevo, a su costa, el aljibe de la fortaleza.
Con sonrisas, zalemas y muestras de arrepentimiento disimuló el arquitecto su odio hacia el gobernador Carreño. Había jurado vengarse y lo haría ciertamente en 1579, justo el día del cumpleaños de la máxima autoridad colonial, cuando le envió de regalo un exquisito plato de manjar blanco «tocado» con veneno. El tósigo hizo su efecto.
Las cosas no están tan claras con el general Manuel Salamanca y Negrete. Si murió por enfermedad o si alguien se las ingenió para quitárselo del camino. Parece que era un hombre enfermo, pero cuando falleció en La Habana, en 1890, fueron muchos los que tuvieron la certeza de que el Capitán General y Gobernador de la Isla había sido asesinado. Esa fue la opinión terminante de su hijo, que no pudo llegar a tiempo para exigir, como era su deseo, que los restos de su padre fueran autopsiados antes de la inhumación. Por otra parte, si murió de muerte natural el médico de cabecera de Salamanca no pudo diagnosticar la enfermedad que segó la vida del ilustre paciente.
Hoy, 120 años después del suceso, los investigadores siguen dándole vueltas al asunto. Unos son partidarios de la muerte por enfermedad; otros de la versión del envenenamiento. Curiosamente, no existen pruebas en un sentido ni en otro, ni ninguna de las partes justifica sus razonamientos.
El cubano Julio A. Carreras, en su artículo La misteriosa muerte del general Salamanca, que conservo en un recorte donde no se consigna fecha ni lugar de publicación, expresa:
«El hijo de Salamanca sale precipitadamente de Puerto Rico para llegar antes del entierro y gestionar un análisis de las vísceras. No arriba a tiempo y Salamanca baja al sepulcro con el secreto. Los triunfadores muestran la tristeza de los simuladores. Han ganado. El ferrocarril podrá hacer su voluntad aunque un enemigo, Manuel García, siga inquietándolos.
«El caso de Salamanca sigue comentándose sotto voce y alguna vez permea la prensa. Julián del Casal dice que no se inició causa; José Miró Argenter dice que “Salamanca vino a moralizar y murió podrido”. Enrique Collazo, tan diestro en la prosa como en la carga al machete, escribió: “El general Salamanca removió el cieno de la administración encausando a varios jefes de Voluntarios y altos funcionarios de la Junta de Deudas, paralizando con esto los fraudes escandalosos que se venían verificando; pero esto terminó pronto con su muerte ocurrida el 6 de febrero de 1890 […] La rapidez de su muerte llamó la atención y entre el pueblo circuló la versión de que había sido envenenado”».
No son de esa opinión el historiador canario Manuel de Paz Sánchez y colaboradores. Así lo dicen explícitamente en el tomo primero de su libro El bandolerismo en Cuba (1800-1933). Presencia canaria y protesta rural, cuya fotocopia tuvo la amabilidad de enviarme el también historiador Manuel Fariña. Expresan en la obra aludida:
«Todos los capitanes generales intentaron acabar con lo que ellos consideraban una grave lacra social. Salamanca llegó a afirmar que los tres problemas de Cuba eran la cuestión económica, el autonomismo, que él identificaba con el separatismo, y el bandolerismo, por ello quiso exterminarlo a golpe de decretos, de circulares y de somatenes. Además mantuvo una postura intransigente y se negó a conceder el perdón y a facilitar la huida al extranjero a los bandoleros que, según él, se lo solicitaban. Salamanca fue también, una especie de reformador. Su deseo de sanear la administración colonial es innegable, recorrió la Isla palmo a palmo para conocer la realidad in situ, pese a sus problemas de salud, y acabó contrayendo unas fiebres malignas que lo llevaron a la tumba. Es falso, pues, como se ha dicho por algunos historiadores que trataran de envenenarlo por su afán moralizador».
Salamanca nació en Madrid. Tenía 17 años de edad cuando ingresó en el Ejército e hizo estudios de Economía parejos a la carrera militar. Con 34 años ascendió a Mariscal de Campo. Fue diputado a Cortes entre 1876 y 1879 y a partir de 1886, cuando lo nombraron senador del Reino con carácter vitalicio, defendió en el Parlamento los intereses del Ejército y combatió la corrupción del gabinete de Sagasta. A lo largo de su vida pública sobresalió siempre por su competencia y honradez intachable. Ya con 59 años de edad lo enviaron a Cuba con el propósito de que saneara la muy deteriorada administración del Gobierno.
Su designación fue saludada con júbilo por los cubanos. Un día de fiesta fue el de su llegada a La Habana y la gente desbordó las calles para recibir al hombre que podría poner fin a los males del país. No faltaron, por supuesto, los escépticos. Nadie vio hasta ahora a un gobernador español bueno, escribía Julián del Casal en una de sus crónicas. Sin embargo, con el transcurso de los días el mismo Casal llegaba a reconocer que la justicia resplandecía en las disposiciones de Salamanca, ajeno al favoritismo político y fiel guardián de los intereses del Estado.
Dice Manuel de Paz en su ya aludido El bandolerismo en Cuba que el gobernador Salamanca combinaba en su programa de gestión cierta planificación tecnocrática con una ideología bastante reaccionaria. En el fondo, precisa De Paz, no gustó a nadie. Ni a los políticos ni a los periodistas. Tampoco gustó a los bandoleros.
Se preocupa el Gobernador por la educación de los sectores humildes. Cuando quiere colonizar con familias peninsulares y canarias vastas extensiones despobladas de la Isla, se le opone la sacarocracia, empeñada en conseguir una mano de obra que resulte más barata. Trata de dividir a los autonomistas, pero no logra ganarse ni quiere adular al elemento español más retrógrado. Salamanca en Cuba, dice Julio A. Carreras, se mueve con el tacto del militar y el olfato del político. Su paso es lento, pero firme. Dicta un bando contra el bandolerismo. Saca a flote los chanchullos que se tejen en las aduanas y los sorteos de la Lotería. Pone en manos de la justicia a los que se apropian de los fondos de los hospitales. Descubre un contrabando colosal que beneficia a tenderos y almacenistas y «moja» a aduaneros y a dueños y funcionarios del ferrocarril. Resulta que por Cárdenas, Matanzas, Cienfuegos y Sagua la Grande entran envíos de supuestos sacos de yute destinados a ingenios azucareros, y que desde esos puertos «se remiten a La Habana. Cada carga tiene un doble fondo y los sacos de yute esconden sedas y casimires de Glasgow y Hamburgo y los más disímiles artículos de lujo que no pagaron los aranceles correspondientes. El fraude es mayor de lo que parece. Del Departamento de Guerra de la Colonia se volatilizan 14 millones de pesos, suma astronómica para la época. «Es mucho baldón para nuestro Gobierno», exclama Salamanca. Estrecha el cerco a los corruptos, y encumbrados personeros de la administración se ven amenazados con la cárcel.
Su lucha contra el fraude y su empeño por conseguir la paz pública en campos y ciudades, ganan al Gobernador las simpatías de los de abajo. Su nombre se pone de moda. Una nueva marca de cigarrillos se llama Salamanca y se da su nombre a una colonia de emigrados andaluces que se asienta en Las Tunas. Pero no todo es paz y gloria. La alta canalla sabe la clase de enemigo que tiene delante y mueve sus influencias con tal que lo remuevan del cargo. Quiere Salamanca que los pillos caigan para que España recupere su prestigio. «Por eso no duerme, y está siempre metido como dentro de sí, ajeno a cuanto lo rodea, dice Carreras. Tan grande es su conflicto y las dificultades del querer con el poder que no halla una salida. Los dolores morales le agravan los dolores físicos. Y sus enemigos no le dan tregua. Fraguaron primero su sustitución y ahora su muerte».
Llega así el mes de enero de 1890. Salamanca lleva apenas diez meses en el Gobierno de la Isla. Está exhausto y decide tomarse un descanso en la finca balneario Martín Mesa, sita entre Guanajay y Mariel. Lo complementa como anfitrión Patricio Sánchez, senador del Reino vinculado al elemento español más ultramontano. Después de la cena, el Gobernador se sintió mal y en estado de gravedad lo trasladan a La Habana, donde fallece sin un diagnóstico preciso. Asegura categóricamente Julio A. Carreras que Patricio Sánchez fue el autor intelectual del envenenamiento. Pero no ofrece ninguna prueba al respecto. Ahí se los dejo.