Lecturas
Dijimos la semana anterior que en La Habana del siglo XIX, siempre que se detectaba en una casa una enfermedad contagiosa, se colocaba en la puerta una banderita roja, pero que esa bandera era amarilla si lo que se diagnosticaba era una viruela. En esa época las epidemias eran casi permanentes en la capital, y el cólera mataba a uno de cada dos enfermos. Sin ir muy lejos, la epidemia de cólera de comienzos de 1833 le pasó la cuenta a más de 12 000 personas, la tercera parte de los habaneros de entonces.
Se dice que el 25 de febrero del año mencionado se detectó el primer caso. Un tal José Soler, catalán recién llegado de un viaje a Estados Unidos, y vecino y propietario de una bodega situada cerca de la esquina de Cárcel y Morro. El doctor Manuel José de Piedra examinó al paciente y pronto se convenció de que estaba en presencia de un caso de cólera. Así lo hacía ver aquella diarrea aguda, acuosa, como agua de arroz y con olor a pescado que aquejaba al enfermo, lo que junto con los vómitos le ocasionaba deshidratación y acidosis; los calambres musculares en las extremidades y en el vientre, la supresión de la orina, el pulso casi imperceptible, la cianosis, la afonía, la piel seca y arrugada, los ojos hundidos y aquella sed desesperante que lo torturaba…
Aun así no quiso dar por confirmado su diagnóstico sin escuchar el parecer de otro especialista. Solicitó la presencia del doctor Domingo Rosaín, médico de la Casa de Maternidad, situada entonces en el Paseo del Prado esquina a Trocadero. Piedra y Rosaín examinaron al paciente en conjunto, valoraron los síntomas que presentaba y nos les cupo duda alguna: era un caso de cólera morbo asiático. Horas después fallecía José Soler y ese mismo día, por la noche, en la casa de don Pancho Marty, uno de los hombres más acaudalados de entonces, se reportaban cuatro esclavas enfermas. La epidemia adquiría ribetes alarmantes con el paso de las horas y ya en la jornada siguiente eran cientos los contagiados.
La primera reacción fue de incertidumbre y desconcierto. Aunque el cólera volvería a visitarnos en varias ocasiones (años de 1852, 1867, 1868 y 1871) era totalmente desconocido en la ciudad en aquella lejana fecha de 1833. ¿Estaba La Habana en verdad en presencia de una epidemia o todo obedecía a un mal diagnóstico del doctor Manuel J. de Piedra? Los habaneros prefirieron inclinarse por esta variante y, confundiendo la mala noticia con el mensajero, desataron sobre Piedra una montaña de odio. La primera reacción fue la de apedrearlo en la calle. Luego quisieron lincharlo.
No se habían aplacado aún los ánimos cuando el capitán general Mariano de Ricafort, máxima autoridad militar y política de la Isla, que había conocido el cólera durante su mando en Filipinas, después de visitar a algunos enfermos, aseguró ante el Protomedicato de La Habana que, a su juicio, Piedra estaba en lo cierto. Pero ahí no acabaron las tribulaciones del buen doctor. Sus vecinos empezaron a echarle en cara entonces que no lograra salvar uno solo de los casos que atendía. Para protegerle hubo que poner al médico escolta policial: dos lanceros a caballo custodiaban de manera permanente su domicilio y consulta y otros militares lo acompañaban en sus salidas. Pronto los guardaespaldas se hicieron innecesarios y Piedra pudo gozar de la tranquilidad que merecía: tampoco otros médicos tenían éxito en la cura del cólera y, en cuanto a sus detractores, muchos estaban muertos y el resto se estaba muriendo de miedo.
La enfermedad se burlaba de toda previsión y contrariaba todas las presunciones. Afirma Álvaro de la Iglesia en sus Tradiciones cubanas, que cuando se le creía constreñida a San Lázaro, saltaba a Jesús del Monte y de allí al Morro. Era errático su movimiento. Parecía seguir las más extrañas curvas. Imitaba a veces el movimiento del caballo sobre el tablero de ajedrez y otras seguía una marcha como la del alfil.
No había con qué contenerla y mucho menos alejarla. No respetaba edades, razas, profesiones, rangos ni clases sociales. Si se saciaba con saña entre negros y pobres, causaba también estragos entre blancos y ricos. Figuró entre las víctimas monseñor Valera Jiménez, apenas 12 días después de haber asumido el obispado de La Habana, en sustitución de Diego Evelino de Compostela. Y el pintor francés Vermay, director de la Academia de pintura de San Alejandro. También el presidente de la Junta de Auxilios, oidores de la Audiencia habanera, ayudantes del Capitán General… El alcalde Carlos Pedroso y Pedroso sacó a toda su familia de la capital y, libre ya de esa preocupación, se dedicó a animar a la población y tomó las medidas que estimó conveniente para ayudar a los más necesitados. Otros, sin embargo, poco resolvieron con huir. El cólera los alcanzó sin que llegaran a ninguna parte y murieron a la orilla de cualquier camino real sin asistencia médica ni ayuda de ningún tipo.
Ya a esta altura, los habaneros habían recapacitado y decidieron ofrecer al doctor Piedra un homenaje de desagravio. Acudieron en masa a su domicilio en una demostración de aprecio y respeto. Ese médico continuaba trabajando sin descanso hasta que el 19 de marzo, apenas un mes después de que diagnosticara el primer caso de cólera, sintió los primeros síntomas de la enfermedad mientras examinaba en el Morro a un grupo de soldados infectados. Insistió en volver a su domicilio y, ya allí, se hizo atender por un sabio colega, el doctor Tomás Romay, que lo arrancó de las garras de la muerte. Diez días después volvía el doctor Piedra a su consulta y sus pacientes.
No existían medicamentos apropiados contra el cólera que, por suerte, no era necesariamente mortal en todos los casos en que se diagnosticaba. En ocasiones llegaba a afirmarse que el paciente había sido atacado por una forma menos violenta de la enfermedad.
De todas formas, poco había que hacer frente a una epidemia de tales proporciones. Mueven a risa muchas de las medidas sanitarias que se orientaron en la época. Se prohibió, por ejemplo, regar las calles, y se exigió que las fachadas de las edificaciones se pintaran de blanco con un compuesto de cal, masilla y cloruro. Una vasija con cloruro debía colocarse en la puerta de cada local habitado, con el compromiso de los moradores de renovarla todos los días. Con pañuelos empapados en vinagre o en soluciones de alcanfor, pretendían los sanos eludir la enfermedad. Fue un tiempo en que proliferaron especuladores y farsantes con sus parches y papelillos que recomendaban como infalibles contra el mal y que vendían a precio de oro.
Las fortalezas habaneras trataban de ahuyentar el cólera… a cañonazos. Disparaban sus cañones tres veces al día con el fin, aseguraban, de sacarla de la atmósfera, y en todas las plazas ardían grandes hogueras con el mismo propósito.
Cayó sobre La Habana el velo de la tristeza. La ciudad, casi paralizada, cambiaba de fisonomía. Los establecimientos permanecían cerrados y desaparecían los vendedores ambulantes. Calles y plazas, tan populosas antes, se veían casi desiertas a la mitad del día y el bullicio que las caracterizó no era más que un mero recuerdo. La gente evitaba salir de la casa. Nadie se visitaba. Se rompían relaciones de parentesco y amistad. La zafra azucarera quedó paralizada. Pasaban carros y furgones que iban al cementerio o regresaban. Médicos, sacerdotes, estudiantes de Medicina, notarios y escribanos, empleados del obispado y las parroquias cumplían sus tristes deberes. Los médicos, salvo excepciones contadas, se portaron con abnegación y nobleza; al igual que el clero. No le faltó a nadie que lo solicitara el auxilio espiritual, y el virtuoso sacerdote Nicolás Román, párroco de la iglesia de Guadalupe, fue incansable en su labor. De día y de noche, sin faltar a un solo llamado, llevó su consuelo a quien lo pidió. Siete sepultureros murieron durante la epidemia y como nadie aspiraba a desempeñar la vacante, el Ayuntamiento tuvo que asignar esclavos propios que acometieron esa tarea, mientras que otros esclavos, traídos desde fincas vecinas asumieron el traslado de los muertos hasta el cementerio.
La voracidad de la epidemia llegó a su clímax el 28 de marzo, cuando 435 personas fallecieron en La Habana víctimas del morbo. Como resultaba imposible inhumar todos los cadáveres en el cementerio de Espada, se improvisó una necrópolis frente a la Quinta de los Molinos. Allí, rozando con lo que hoy es la calzada de Ayestarán, en las inmediaciones de lo que era el campamento de Las Ánimas para enfermos infecciosos, en las áreas del actual Hospital Pediátrico de Centro Habana, se abrió una tremenda fosa donde fueron a parar unos 1 500 cadáveres. Y también algunos que sin estar muertos fueron enterrados entre paletadas de cal viva.
Lo cuenta en una de sus tradiciones Álvaro de la Iglesia. El fúnebre convoy, léase una carreta cargada con 22 cadáveres, avanzaba por lo que hoy es Carlos III hacia el cementerio de los Molinos. Un gruñido hizo que el carabalí que la conducía observara su carga: en la cama del vehículo iba sentado un muerto. Es decir, un vivo que fue dado por muerto al encontrársele completamente borracho en los portales de la Plaza Vieja. Quiso el sujeto apearse, pero se lo impidió el carretero, que le pidió que volviera a acostarse a fin de que llegase así al cementerio porque «yo lleva veintidó muelto… aquí va clito y papelito jabla lengua».
El 20 de abril se cantó un Te Deum en la Catedral de La Habana porque la epidemia se alejaba y se quería agradecer haber salido vivos de tan terrible azote. En verdad, siguió causando estragos durante todo otro mes. En dos meses había causado 8 465 muertes. Un mes más y las víctimas llegaron a 12 000.
A partir de ahí el cólera siguió latente. El 31 de marzo de 1834 fue víctima Ángel Laborde, comandante general del Apostadero de La Habana. Su calesero había sido atacado días antes del mismo mal. En 1850 y en 1852 hubo otros brotes de cólera, aunque sin la intensidad del de 1833. En 1867 vino también del Norte otra invasión que cobró muchas víctimas entre la gente de mar, porque el contagio comenzó por el cocinero negro de un bergantín procedente de Nueva Orleans.