Lecturas
En Cuba, antes de 1959, la segunda posición de la República no era la vicepresidencia, sino la alcaldía de La Habana. Mientras que el vice tenía sus oficinas en el Capitolio, donde esperaba la ausencia, la enfermedad o la muerte del presidente para sentarse en Palacio y sustituirlo, el mayor capitalino, por la vía de los impuestos, contribuciones y tributos le entraba al jamón sin pedir permiso, gozaba de extraordinaria autonomía y ejercía una influencia enorme. La vida propia del municipio, como entidad local, perduraba a despecho de cuanto pudiera acontecer en el campo de la soberanía del Estado. Precepto este que si bien era válido para todos los municipios del país, no se respetó siempre. El presidente Estrada Palma, en 1906, se empeñó en destituir a aquellos alcaldes que no apoyaban su reelección, y, en 1952, Batista sacó del juego a todos los que se negaron a jurar los Estatutos con los que quiso legalizar el golpe militar del 10 de marzo. Gerardo Machado fue más lejos: de un plumazo suprimió, en 1931, el municipio habanero y la elección, por sufragio, del alcalde. Habría a partir de ahí y hasta la caída de la dictadura en 1933, un llamado Distrito Central cuyo jefe sería designado por el propio presidente.
Claro que también sabía el municipio ponerse los pantalones. En los días de la ocupación de La Habana por los ingleses (1762-63) dio el ayuntamiento habanero pruebas extraordinarias de vitalidad y asumió la representación genuina del pueblo, de cuyo respaldo gozaba, en defensa de sus fueros y libertades, y exigió del ocupante el respeto a las personas y sus bienes. El gobernador inglés, Conde de Albemarle, no tuvo otra alternativa que la de aceptar la situación. Y es que cuando el cabildo habanero se plantaba, lo hacía de verdad y era capaz de negarse a cumplir órdenes y provisiones del mismísimo rey de España, como cuando en 1551 impugnó las estipulaciones del monarca sobre el valor de los reales, y se negó a aceptarlas hasta tanto la Corona conociera las razones y motivos que tenía para no obedecerlas.
En tiempos inmemoriales, los vecinos de La Habana se reunían en la plaza pública cada 1ro. de enero para elegir a su alcalde y los regidores —concejales—, sistema que sufriría muchísimas variaciones durante la Colonia. En realidad, cada año se elegían dos alcaldes, que ejercían el cargo de manera paralela y con idénticos poderes. No puede precisarse quién fue el primer alcalde habanero, pues las actas del cabildo anteriores a 1550 que pudieron dar cuenta del día a día de la villa desde su fundación, se destruyeron. Es por eso que Juan Rojas y Pero (Pedro) Blasco, elegidos en el año arriba mencionado, son los nombres de los alcaldes más antiguos que llegan a nosotros. El último alcalde electo o designado bajo la soberanía española fue el Marqués de Esteban, que tomó posesión el 19 de junio de 1898 y se mantuvo en el puesto hasta el primer día del año siguiente, cuando el interventor militar norteamericano nombró a Perfecto Lacoste.
Alí Babá con espejuelosEl primer alcalde que se dio La Habana por sufragio universal (16 de junio de 1900) lo fue el espirituano Alejandro Rodríguez, mayor general del Ejército Libertador. Pero Rodríguez, a quien se erigió un monumento espléndido en Paseo y Línea, en el Vedado, no calentó la alcaldía. Volvió a las fuerzas armadas y fue el primer jefe de la Guardia Rural, cuerpo que antecedió al Ejército, creado en 1909.
Desde entonces, y hasta la Revolución, hubo de todo en la alcaldía habanera. Desde un hombre como don Carlos de la Torre, el sabio de los caracoles, hasta un ladrón notorio como Antonio Fernández Macho, que si bien no llegó a robarse los clavos del ayuntamiento, se apropió de todo lo que pudo, incluida la madera con la que se fabricaban las cajas de muerto de los pobres de solemnidad y que empleó en la confección de sus pasquines electorales. Hubo, desde luego, hombres honestos, como el también espirituano Miguel Mariano Gómez, que construyó el Hospital Infantil de la calle G y la llamada Maternidad de Línea, institución que todavía lleva el nombre de su madre, América Arias, y que al cesar en el cargo dejó más de cuatro millones de pesos en las arcas municipales. Manuel Fernández Supervielle merece igualmente ser recordado por su decencia. Hombre de honor, se pegó un tiro cuando se convenció de que le sería imposible cumplir su promesa de construir el nuevo acueducto que debía solucionar el problema del agua en La Habana.
El pinareño Justo Luis del Pozo fue el último mayor capitalino. Militó en el partido Unión Nacionalista y fundó luego el Partido Social Demócrata, que pasó sin pena y sin gloria. En 1936, a la sombra del entonces coronel Batista, escaló a la presidencia del Senado, y desde ese momento se convirtió en su cúmbila incondicional. Batista lo llevó a la alcaldía en 1952 y en ella, aunque se empeñó en lucir de manera invariable una corbata azul, el color de la probidad, se reveló como una especie de Alí Babá con espejuelos, mientras sus hijos Rolando y Luisito hacían y deshacían en las direcciones de Salubridad y Educación del municipio.
Un chisme. Viene de buena fuente. Justo Luis estuvo en la Ciudad Militar de Columbia en la noche del 31 de diciembre de 1958. Fue a felicitar al dictador y beber con él una copa y, de paso, tomarle el pulso a la situación nacional. Pese a ser un hombre que no tenía un pelo de bobo, cuando abandonó la casa presidencial del campamento nada le hacía presagiar que el fin estaba cerca.
Se fue a su casa. No compartía ya con su esposa Emelina Jiménez la residencia familiar de la calle 47 esquina a Ulloa, en las Alturas del Vedado. Se hallaba separado, aunque no divorciado, y, con una amante, había sentado nueva tienda en el piso 9 del edificio de Línea y O. Una llamada telefónica interrumpió su sueño. Alguien le aseguró que Batista había huido del país. Ya con la certeza del desplome de la dictadura, Justo Luis hizo su maleta y tomó el ascensor. Fue un periplo corto. Detuvo el aparato en la segunda planta y se asiló en la embajada paraguaya.
Biblioteca fantasmaA Antonio Beruff Mendieta, que desempeñó la alcaldía entre 1936 y 1942, se asocia una de las anécdotas más recurridas de la Cuba republicana.
Se halla el parque de Trillo en Centro Habana, concretamente en el barrio de Cayo Hueso, y debe su nombre al del vecino que cedió a la comunidad el terreno para que se emplazara. Fue allí donde decidió Beruff Mendieta construir una biblioteca municipal para disfrute y superación de los habaneros.
Un acta del ayuntamiento da cuenta de la determinación del alcalde y del presupuesto que se destinaría para la obra. Pero —¡horror!— una vez construido el edificio, los vecinos no estuvieron de acuerdo con la biblioteca y reclamaron su parque. Se imponía demoler la edificación y construir el parque otra vez. Y el ayuntamiento votó sendos presupuestos para acometer esas acciones. Lo interesante del asunto es que la biblioteca no se edificó nunca y, por lo tanto, no hubo necesidad de demolerla. El parque, en todo ese tiempo, había sido el mismo de siempre. Un fraude colosal que el pueblo bautizó como el de la biblioteca fantasma del parque de Trillo.
Beruff Mendieta, sin embargo, acogió calurosamente las iniciativas de Emilio Roig, que se desempeñaba, desde el 1ro. de junio de 1935, como historiador de La Habana. Hasta entonces Roig se veía obligado a trabajar en un exiguo espacio del archivo general del ayuntamiento, radicado en el Palacio de los Capitanes Generales. Beruff Mendieta hizo que le adaptaran un local en la planta baja del edificio y fue ahí donde en propiedad surgió la Oficina del Historiador, con sus secciones iniciales de Publicaciones, Archivo Histórico Municipal y Biblioteca Histórica Cubana y Americana. Roig pudo disponer de todos los tomos de las actas capitulares que, por disposición del alcalde, quedaron entonces a su cargo.
Trabajaba el docto historiador en el ayuntamiento desde 1927, cuando Miguel Mariano le confió el examen y estudio de las actas capitulares. Por sus campañas periodísticas contra la dictadura machadista lo cesantearon en 1931. Ya para entonces Roig había conseguido que se mecanografiaran los siete primeros tomos que contenían aquellos documentos y había publicado en libro los correspondientes a la dominación inglesa en La Habana. Lo repusieron en 1933, a la caída de Machado.
El mercado únicoAunque hemos hablado únicamente de los alcaldes, hubo concejales que no se quedaban atrás.
Como concejal comenzó Alfredo Hornedo y Suárez una aprovechada carrera política que lo llevó primero a la Cámara de Representantes y luego, en varias oportunidades, al Senado de la República y en 1940 a la Convención Constituyente. Lo eligieron concejal en 1914 y se integró al llamado Cenáculo, un grupo de políticos liberales que llegó a dominar el municipio. Apoyaba el Cenáculo al general Machado y también al alcalde de turno, Varona Suárez. Ya en 1916 era Hornedo el presidente del ayuntamiento, posición que le permitió obtener en 1918, a través de un testaferro, la concesión del Mercado General de Abasto y Consumo, que se inauguraría en 1920 en la manzana enmarcada por las calles Monte, Cristina, Arroyo y Matadero: el Mercado Único de La Habana, destinado a la venta de productos agropecuarios, verdadero monopolio pues su concesión prohibía la existencia de cualquier otro establecimiento similar en un radio de dos y medio kilómetros y la apertura de casillas de expendio en un radio de 700 metros.
La construcción del Mercado Único requirió una inversión de 1 175 000 pesos, y Hornedo recibió licencia para operarlo por treinta años. Cuando estaba a punto de vencerse el plazo, el astuto político se gastó una fortuna en el intento de hacer elegir a su sobrino, Alfredo Izaguirre, alcalde de La Habana, lo que le aseguraría la prórroga de la concesión. No consiguió que fuese elegido, pero la concesión, con algunas variantes, fue prorrogada. Solo en 1957 comenzó a romperse el monopolio con la inauguración del Mercado Público, edificado en la manzana comprendida entre Carlos III, Árbol Seco, Estrella y Pajarito, curiosamente casi frente por frente a la casa (Carlos III y Castillejo) donde Hornedo vivió durante años.
Con todo, el alcalde más inefable fue un personaje que nunca llegó a serlo. Antonio Prío. Su hermano Carlos, entonces en la presidencia de la República, quiso imponerlo en las elecciones de 1950 y fue derrotado por Nicolás Castellanos. Pocas horas después de los comicios, alguien preguntó a Antonio cómo le había ido en la votación.
—Muy bien —respondió el aludido—. Quedé en segundo lugar.