Lecturas
Apenas quedó detenido el presidente Madero, el embajador norteamericano, que esperaba el acontecimiento desde tres días antes, reúne al cuerpo diplomático para darle cuenta en detalle del asunto. Muy mala opinión sobre su colega tiene Márquez Sterling, el embajador cubano. «Es de los que hablan lo que deben callar y callan lo que deben hablar; el hombre más indiscreto concebible». No cabe en sí de gozo el diplomático norteamericano. «Esta es la salvación de México; habrá paz, progreso y riqueza, asegura, e informa que ha impuesto de los acontecimientos a Félix Díaz, el general sedicioso de La Ciudadela, y que lo hizo antes de que Huerta, el general golpista, se lo pidiera. Comunica además los nombres de los que figurarán como ministros en el nuevo gobierno. Ya los sabe pese a que Huerta no ha tomado aún posesión de la presidencia.
Abandona Márquez Sterling la reunión, pero vuelve a la Embajada norteamericana, en busca de noticias, a las diez de la noche. Allí esperan con el mismo propósito los embajadores de Chile y Brasil, interesados por la suerte del presidente depuesto. El norteamericano sale a saludarlos y les dice que pronto los hará pasar «adentro». Porque en esos mismos momentos, en un salón contiguo, Huerta y Díaz, supuestos enemigos hasta la víspera, sellan la traición con un abrazo.
«A Don Pancho lo truenan»La noche del 18 de febrero fue triste para el embajador cubano. A la mañana siguiente, alguien lo interceptó mientras compraba tabacos en un estanquillo. Le dijo:
«Fusilarán a don Pancho; son capaces de todo». A Márquez Sterling esa posibilidad le parecía todavía inverosímil. Pero su interlocutor acabó de convencerlo cuando le dijo que ya habían fusilado al hermano del presidente luego de someterlo a terribles tormentos y vaciarle su único ojo sano con la punta de una espada. «Aquí, desgraciadamente, lo inverosímil sería lo contrario», arguyó. Quiso responder el embajador, pero lo ahogaron las palabras. «No hay tiempo que perder, embajador, tome usted la iniciativa».
Volvió Márquez Sterling a su casa y redactó una nota privada para su colega norteamericano. En la legación japonesa los padres de Madero le solicitaron que en su nombre pidiera al cuerpo diplomático que interpusiera sus buenos oficios para salvar la vida de Francisco y Gustavo, a quien todavía suponían con vida. Visitó otra vez el cubano la Embajada norteamericana. El embajador apenas pudo contener su cólera. Se oponía sin rodeos a que el cuerpo diplomático tomara iniciativa alguna en ese sentido. Vaya usted a Palacio y hable con Huerta. Hágalo a título personal, pero no a nombre del cuerpo diplomático, le dijo y pidió al embajador de España, dispuesto siempre a complacerlo, que lo acompañara.
Ya en Palacio, un oficial condujo a ambos diplomáticos a la sala donde el embajador de Chile charlaba con el general que detuvo a Madero. Al conocer el motivo que los traía aseguró el militar que la vida del detenido no corría peligro alguno. El Presidente se negaba a renunciar y eso complicaba las cosas, pero cedió... Informó sobre las condiciones de la dimisión. Madero, su hermano Gustavo, el vicepresidente Pino Suárez y el general Ángeles, con sus respectivas familias, con la protección necesaria y la garantía de diplomáticos extranjeros, viajarían en tren, esa misma noche (19 de febrero) hacia Veracruz para embarcar al exterior. Los diplomáticos acompañantes serían depositarios de la renuncia y de una carta en la que Huerta se comprometía a cumplir lo estipulado. La renuncia no se remitiría al Congreso hasta que Madero no hubiera abandonado el territorio nacional, lo que avalaba que salía del país siendo todavía el Presidente de la República. También pedía Madero que los gobernadores estaduales permanecieran en sus puestos y que ninguno de sus amigos fuera molestado por razones políticas.
No pudieron los embajadores de Cuba y España ver a Huerta; estaba durmiendo. Quisieron visitar a Madero y los autorizaron. En su confinamiento de la Intendencia del Palacio Nacional, que compartía con Pino Suárez y el general Ángeles, el Presidente los acogió con alegría. Nada sabía aún de la muerte de su hermano. Aceptó el ofrecimiento del crucero Cuba para salir del país, así como la compañía del embajador cubano hasta Veracruz y comentó que la partida sería sobre las diez de la noche, pero pidió a Márquez Sterling que acudiera antes de esa hora ya que su presencia haría más fácil subsanar cualquier inconveniente.
El ambiente era franco y nada hacía presentir la catástrofe. Solo el general Ángeles tenía la sospecha de un desenlace horrible. Dijo al embajador cubano en un aparte: «A don Pancho lo truenan».
Mi hospitalario y fino amigoA las ocho de la noche vuelve Márquez Sterling al Palacio Nacional. Madero conversa con su tío Ernesto y otro visitante. Repara de pronto en que no se ha recibido aún el salvoconducto de Huerta. Sale el tío Ernesto en busca del documento y regresa con una extraña noticia. El canciller de Madero se dirigía en esos momentos al Congreso a presentar la renuncia del presidente y su vice. Pide Madero a su tío que lo ataje y lo traiga a la Intendencia. Regresa con una noticia peor. La renuncia ha sido presentada. «Pues ve y dile que no dimita él, que retenga la presidencia interina hasta que salgamos del país». Es tarde. Solo durante 45 minutos retuvo el canciller la presidencia interina; tiempo suficiente para renunciar a esta luego de haber nombrado ministro de Estado y de Gobernación al general Victoriano Huerta. Sabe Madero a esa hora que cayó en una trampa y que Huerta no cumpliría su palabra. Sin embargo, el tío Ernesto no descarta la posibilidad del viaje a Veracruz, quizá a las cinco de la mañana, la misma hora en que Huerta sacó de la Ciudad de México al derrocado dictador Porfirio Díaz.
Teme Pino Suárez un atentado si el embajador de Cuba los abandona, y el general Ángeles opina que no saldrán vivos del trance. Márquez Sterling se brinda gustoso a acompañarlos. Madero se opone a que el embajador cubano pase por molestia semejante, allí donde no tiene siquiera una cama que ofrecer. Márquez Sterling insiste. Escribe al respecto: «Tomar el sombrero, tranquilamente, y despedirme, hasta la vista, abandonándolos a la bayoneta del centinela, hubiera sido impropio de mi situación, de mi nombre de cubano, de mi raza caballeresca. Amparar con la bandera de mi patria al Presidente a quien, un mes antes, había presentado solemnemente mis credenciales, era cumplir con el honor de nuestro escudo, interpretar, en toda su intensidad, la misión de concordia que las circunstancias me impusieron».
Llega un mensaje de Huerta para el embajador. Puede irse, si lo desea, a descansar a su casa, pues no habrá tren esa noche. Pregunta Márquez Sterling si el viaje será posible en horas de la mañana. Nada sabe el mensajero, que pide permiso para retirarse y se despide con una reverencia.
Madero, desde su puesto, ha escuchado el mensaje. Dice con resignación: «No habrá tren a ninguna hora». Toma un retrato suyo de la mesa del centro y escribe: «A mi hospitalario y fino amigo Manuel Márquez Sterling, en prueba de mi estimación y agradecimiento». Extiende el presente al embajador. Le dice: «Guárdelo en memoria de esta noche desolada».
Ley de fugaDe tres sillas hace Madero una cama para el embajador de Cuba. A las diez de la mañana siguiente todavía está Márquez Sterling con los detenidos. Madero no concibe que Huerta quiera privarlo de la vida ni cree que Félix Díaz lo consienta, siendo, como es, deudor de la suya. Pero pocas horas después Madero y Pino Suárez estaban muertos. Sobre las diez de la noche fueron a buscarlos con el pretexto de que se les trasladaría a la Penitenciaría. No llegaron a entrar en ella. Huerta y Díaz, en un concierto feroz, decidieron eliminarlos. Un grupo de gendarmes esperaría en las inmediaciones del penal a los dos automóviles que conducían a los prisioneros. Al llegar a la puerta principal del edificio, el oficial encargado de la custodia ordenó que los vehículos buscaran la entrada trasera. En eso vio a los emboscados y dispuso que los autos detuvieran la marcha. Baje usted, dijo a Madero y le disparó a la cabeza, mientras que Pino Suárez corría la misma suerte. Entonces los gendarmes tirotearon los automóviles a fin de justificar, con los cadáveres todavía palpitantes, la aplicación de la ley de fuga.
Debe la familia Madero salir de México. Márquez Sterling es llamado a La Habana, para consultas, por el Presidente José Miguel Gómez. Lo embargan las dudas. ¿Estaría el gobierno cubano descontento de su actitud? ¿Se romperían las relaciones con México? ¿Se relacionaría el llamado con la salud de su anciana madre, ya muy enferma? Repasa uno a uno sus actos a favor de Madero y no cree que tenga nada de qué arrepentirse. Su gestión a favor del Presidente asesinado se ha extendido más allá de los círculos diplomáticos y gubernamentales. Un día, a la salida de la Embajada norteamericana, un grupo de curiosos lo vitorea, y alguien le grita: Embajador, usted ha ganado para Cuba el corazón de los hombres honrados.
Hay prisa por su regreso a La Habana. En la estación de ferrocarril busca ansioso Márquez Sterling a la esposa, la madre y las hermanas del presidente mártir, confiadas a la protección del embajador chileno, aunque sin documentos que amparen su salida. No las ve, pero alguien le avisa que están ya en uno de los vagones, escondidas más que encerradas en el drawing-room. A su arribo al crucero Cuba, los soldados presentan armas al embajador y se le rinden los honores correspondientes a su cargo. Le siguen, enlutadas y llorosas, las señoras Madero, a las que aguardan a bordo del buque el padre y el tío del presidente asesinado.
En La HabanaLa tragedia mexicana fue un acontecimiento mundial que alcanzó en Cuba una repercusión extraordinaria. Madero traicionado estremeció a los cubanos. Madero mártir los indignó. Se sucedían los mítines y los actos de solidaridad con el pueblo mexicano, y una multitud enorme esperó en los muelles y las calles aledañas el desembarco de la familia Madero a las diez de la noche del 1ro. de marzo de 1913. El canciller Sanguily, con numeroso elemento oficial, y las hijas de José Miguel la recibieron en la Capitanía del Puerto. Los automóviles en los que se trasladó a los recién llegados al hotel Telégrafo, en Prado y Neptuno, iban envueltos en un oleaje humano inmenso y fue necesario que la policía despejara los contornos del edificio para que entraran los viajeros, profunda y justamente conmovidos.
A contrapelo de la opinión pública, José Miguel se negó a romper relaciones, pero tampoco reconoció al gobierno de Huerta. Al presidente Taft le quedaban días en el cargo y su sucesor no demoró en destituir a su embajador en México, que intentó frustrar, en su raíz, la Revolución Mexicana. Simple cambio de hombres porque Washington persistió en su actitud injerencista. Bien supo Márquez Sterling, uno de nuestros grandes periodistas, dónde estaba, más allá de un embajador insensible e incapaz, el origen del intervencionismo, que amenazaba por igual a México y a Cuba.
(Fuente: Los últimos días del presidente Madero, de Manuel Márquez Sterling)