Lecturas
Si el deporte de los puños o de las coliflores tuvo en Cuba, por haber estado prohibido, un comienzo relativamente tardío —su historia oficial se inicia a partir de 1921, cuando se crea la Comisión Nacional de Boxeo— otra cosa es la pelota. Sus primeras noticias en la Isla se remontan a 1866. Y arraigó más temprano que tarde pese a los funestos augurios de los que aseveraban que no lograría imponerse a las peleas de gallos ni a las corridas de toros. En 1868 surgió el club Habana. El 27 de diciembre de 1874 el Habana se enfrentó al equipo Matanzas, en Palmar de Junco, en lo que se tiene como el primer juego de pelota celebrado en Cuba. Cuatro años más tarde, tras el pacto del Zanjón, surgió el equipo Almendares. Y en 1889 Wenceslao Gálvez Delmonte daba a conocer su libro El base ball en Cuba, «un texto fundacional; la primera historia del béisbol en Cuba y probablemente en el mundo», dice el profesor Félix Julio Alfonso López.
Por cierto Gálvez, que como short stop vistió el uniforme del Almendares y fue champion bate en la temporada de 1885-86 —figura en el Salón de la Fama de la pelota cubana— subtituló su libro de la siguiente manera: Historia del base ball en la isla de Cuba, sin retratos de los principales jugadores y personas más caracterizadas en el juego citado, ni de ninguna otra. Y no necesitaba hacerlo, puntualiza Félix Julio, porque los jugadores más famosos de su tiempo resultaban suficientemente conocidos por el público habanero, y sus hazañas encontraban eco en obras de teatro y coplas populares y eran reseñadas en la prensa. El poeta Bonifacio Byrne dirigió un semanario dedicado a ese deporte, El Bat, y Ricardo de la Torriente, el futuro creador de Liborio, comenzó su carrera de dibujante con retratos estilizados de los principales peloteros. Un historiador comenta al respecto: «Sabemos hoy tanto sobre los orígenes del béisbol en Cuba... gracias a su estrecha relación con la literatura, que ha preservado la huella de su primitiva historia en revistas, crónicas, novelas y poemas». Relación que llega hasta hoy con Roberto Fernández Retamar, Leonardo Padura y Arturo Arango, Abel Prieto, Norberto Codina y Luis Lorente, entre otros.
En tiempos de Gálvez se le llamaba al béisbol «pelota americana» o «deporte extranjero». A los cubanos comenzó a entusiasmarle por lo que su desarrollo tenía de imprevisto y porque sus jugadas eran siempre distintas. A diferencia de lo que sucedía en el toreo, donde se sabía de antemano que, sin variación, habría picas, banderillas y muerte. No sin cierta ingenuidad escribía un panegirista del nuevo deporte: «En los toros se regalaban con orgullo las moñas que llevaban al morir las fieras. En el base ball, en cambio, son las damas las que premian la astucia de los jugadores colocando en los pechos las moñas que aquellos guardan como recuerdo. Moñas queridas, que no huelen a sangre». Porque las cubanas fueron, desde sus inicios, ardientes y exaltadas seguidoras de ese deporte.
Eternos rivalesEl club Habana situó su residencia en el Vedado, cerca del mar. Los del Almendares se asentaron en el Cerro, cerca del parque de Tulipán, hasta que se ubicaron frente a la Quinta de los Molinos. Jugadores blancos, de clase media y alta, con preocupaciones nacionalistas más o menos definidas, conformaban el Habana. Su color era el rojo y su símbolo, el león. Los del Almendares, blancos también, por supuesto, y educados todos en Nueva York, provenían de la aristocracia y veían con lejanía los problemas del país. Los identificaba el color azul y el alacrán era su símbolo. En ese equipo se alineaban, junto a los cubanos, por lo menos dos españoles. En el Habana figuraba el patriarca de la pelota nacional, Emilio Sabourín, que murió en la cárcel por sus empeños independentistas.
Pero no eran esos los únicos equipos de entonces. Félix Julio Alfonso habla de unos 200 en la Isla, integrados por blancos, que eran mayoría, y también por mestizos y negros, que pudieron organizar sus propios clubes y valerse del béisbol como un mecanismo eficaz para aumentar la autoestima personal y ascender en la escala social gracias a las habilidades que demostraban en el juego. Entre esos clubes, el Fe, que tenía su sede en Jesús del Monte, podía alternar con Habana y Almendares. Era un equipo muy inestable y no era raro que sus jugadores se pasaran a equipos rivales, preferiblemente al Habana. Pero jugaba bien. Sabían darles a los habanistas donde más les dolía y los derrotaron varias veces y le discutieron y arrebataron su supremacía de campeones, como cuando en 1888 quedaron vencedores en el campeonato.
El Habana, sin embargo, no concedía importancia a sus derrotas frente al Fe, si después vencía al Almendares. Apunta Félix Julio Alfonso: «Sucedía en la práctica que los mismos equipos se ganaban unos a otros en el siguiente orden: Almendares derrotaba a Fe, estos a su vez ganaban a los rojos, y finalmente los habanistas se desquitaban con los azules. Un ritornelo democrático en el que todos triunfaban alguna vez, pero que terminaba poniendo las cosas en su lugar».
Porque el Habana era, en la década de 1880, el club de pelota más importante de la Isla; atraía a los mejores jugadores, incluso norteamericanos. El Almendares luchaba por desplazarlo. Una rivalidad que cobró una fuerza tremenda con los años y que perduró hasta que después de 1959 desaparecieron como equipos.
Decía Eladio Secades que la porfía entre ambos clubes comenzó por una glorieta. La directiva del Almendares, ya en su sede frente a la Quinta de los Molinos, allegó una cantidad de dinero considerable para construir una glorieta lujosa y rodeada de jardines, que fue inaugurada con un baile suntuoso. Los adversarios no quisieron quedarse atrás y erigieron la propia, «más sencilla, pero más artística».
A partir de ahí el encono cobró fuerza de tradición. Poco después, cuando, como ya era costumbre, el Habana ganó el campeonato de 1885-86, un exclusivo estudio fotográfico de la capital quiso fotografiar al equipo a fin de exponer la foto en su galería de notables. La exhibición molestó sobremanera a los prosélitos del Almendares. Un día la vidriera amaneció rota y la imagen de los jugadores, enfangada.
Viene la guerraDespués de 1895, un grupo de muchachos de Cayo Hueso, en EE.UU., cubanos e hijos de cubanos y casi todos tabaqueros, formaron el club Cuba, que actuaba exclusivamente para recaudar fondos para la independencia. Como no podía jugar los domingos, por impedirlo leyes entonces vigentes en ese país, celebraban sus partidos los lunes, lo que hacía que perdieran un día de trabajo, sin que percibieran un centavo por el juego, cuya recaudación engrosaba por entero los fondos de la Revolución. En el Cuba figuraban, entre otros, un hijo de José Dolores Poyo, gran amigo y colaborador de Martí, y Agustín (Tinti) Molina, que dedicaría su vida a la pelota.
Hasta Cayo Hueso llegó la rivalidad entre el Habana y el Almendares, y peloteros y fanáticos de ambos equipos se organizaron en consecuencia bajo los respectivos colores rojo y azul. Como faltaba el carmelita, que era el color que identificaba al Fe, se formó el potentísimo Key West Browns. Se organizaron campeonatos, pero duraron poco tiempo porque muchos de aquellos peloteros cubanos emigrados prefirieron cambiar el bate y la pelota por el machete insurrecto. En sucesivas expediciones fueron regresando a Cuba para sumarse al Ejército Libertador. Así lo hizo Tinti Molina, que en la expedición del general Emilio Núñez por Palo Alto llegó en compañía de otros cinco peloteros.
No fue hasta 1901 cuando una novena nuestra viajó a EE.UU. por primera vez. La organizó el empresario Abel Linares, con la colaboración de Tinti Molina, y causó gran impresión entre los norteamericanos. Iban a los terrenos a verlos y preguntaban dónde habían aprendido a jugar. Como Cuba sufría entonces la primera intervención militar norteamericana, se llegó a decir que los ocupantes habían enseñado a los del patio, desconociéndose que ya para esa fecha la pelota se había extendido y consolidado en la Isla.
Pero si aquellos juegos fueron todo un suceso de excelencia, el All Cubans fue un desastre económico. Por inexperiencia y desconocimiento, se lanzó a la novena a la conquista del mercado beisbolero de EE.UU. sin haberse conveniado de antemano las fechas de los encuentros y sin tener asegurados los terrenos.
Abel Linares aprendió de aquel fracaso, se repuso y persistió en su afán. Hasta su muerte no dejó de llevar, año tras año, al Cuban Stars al país vecino, lo que abrió a los criollos las puertas del béisbol norteamericano. Armando Marsans fue el primer pelotero cubano que entró en las Ligas Mayores. En el vestíbulo del hotel Inglaterra, de La Habana, se exhibe una foto histórica. En esa aparecen el ya aludido Marsans; Ramón Fonts, campeón olímpico de esgrima; Alfredo de Oro, cuatro veces campeón mundial de billar, y José Raúl Capablanca, campeón mundial de ajedrez. Cuatro inmortales.
El diamante negroHubo un jugador verdaderamente excepcional en el béisbol cubano de comienzos del siglo XX. Se llamaba José de la Caridad Méndez y le apodaban El Diamante Negro. Junto con Adolfo Luque fue el más grande serpentinero que dio Cuba antes de 1959.
Luque alcanzó una posición prominente en la pelota cubana y se mantuvo durante veinte años en las Grandes Ligas de EE.UU. En 1923 fue champion pitcher en la Liga Nacional norteamericana: se anotó 27 triunfos en defensa de la bandera del Cincinnati.
Luque era blanco. A José de la Caridad Méndez el color de la piel le cerró la entrada a las Ligas Mayores.
En 1908, Méndez estuvo a punto de anotarse un desafío sin hit ni carrera frente al Cincinnati, de visita en la capital cubana. El bateador Miller Huggins le conectó un imparable en el noveno episodio. Pero en aquel año de 1908, que fue el más sensacional de su carrera, lanzó 45 innings sin permitir anotaciones, figuró en catorce juegos y no perdió ninguno.
El ideal del no-hit-no-run, malogrado por el dramático batazo de Huggins en 1908, lo hizo realidad José de la Caridad Méndez en 1913, también en La Habana, pero esa vez frente al Birmingham. Despachó a todos los bateadores y no permitió que ningún corredor llegara a la almohadilla intermedia.
Se dice que el mentor de un equipo norteamericano, al verlo jugar, exclamó: «Qué lástima que este negro no se pueda pintar de blanco».
Como ya se dijo, José de la Caridad Méndez, El Diamante Negro, no llegó a Grandes Ligas.
Aquí, en su Patria, murió en el olvido y en la miseria. La tuberculosis terminó con su vida en 1928, a los 41 años de edad.