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Zonas de tolerancia

Las «pupilas» aguardaban y se exhibían en el salón como la mercancía en las vidrieras del mercado, y no se hacía necesario hablar mucho. El cliente, con tiempo para calibrar y escoger, abordaba a la que era de su agrado con una pregunta simple: «¿Te quieres ocupar?», y la muchacha, que podía decir que no, respondía generalmente que sí —no estaba allí para otra cosa— e invitaba al hombre a que la acompañara a su habitación. Ya en esta, cobraba por adelantado y salía, por un momento, para entregar el dinero a la matrona.

En 1963 se acabaron las zonas de tolerancia en La Habana. En esa fecha, las principales eran las de Colón —sórdida, sombría, ya en plena decadencia— y la de La Victoria, que lucía aún su esplendor pasado. La primera tenía su eje en la calle del mismo nombre y se extendía por las de Crespo, Blanco, Ánimas, Bernal... mientras que la otra ocupaba un rectángulo delimitado entre Infanta y Belascoaín, Carlos III y Llinás, en tanto que la calle Retiro o Pajarito le servía de eje. Y fue tanta la celebridad de esa vía, que sirvió para identificar toda la zona: el barrio de Pajarito, así como la otra era conocida como el barrio de Colón.

Colón venía desde muy atrás, de las primeras décadas del siglo pasado, cuando después del asesinato del chulo Alberto Yarini se clausuró la zona de San Isidro. La Victoria data de más acá en el tiempo. Surgió en los días de la II Guerra Mundial y se le dio tal nombre porque sus patrocinadores confiaban ciegamente en el triunfo de las fuerzas aliadas. En esa época llegaban a La Habana muchísimos militares norteamericanos, en especial marineros, en busca de bebida, diversión y mujeres. La Victoria fue entonces también una gran victoria económica para los dueños de un negocio al que se asociaban otros como los juegos de azar, la pornografía y las drogas.

Eran barrios como otros. El prostíbulo alternaba en ellos con el almacén, la oficina, la redacción de una revista, el laboratorio, la fábrica, la casa de familia... Por eso las familias debían poner en las puertas de sus casas, en la ventana que daba a la calle o en cualquier otro lugar visible, el cartelito de «No moleste. Esta es una casa decente», que evitaba incursiones de visitantes no deseados.

MARINA

Varios esfuerzos se acometieron en Cuba por acabar con las zonas de tolerancia. El dictador Machado y el presidente Prío lo intentaron cada cual en su época y poco consiguieron. Cerrarlas, en definitiva, no acababa con el problema, más bien lo agudizaba, porque aumentaba el ejército de fleteras, que ejercían el oficio en la calle, sin vínculos con los burdeles, y que al no estar registradas, no se sometían a las regulaciones sanitarias que eran obligatorias. Tampoco acababa con las meseras de bares y cantinas, ocupación que en la mayoría de los casos enmascaraba la otra, ni con la prostitución de lujo, con la que ningún gobierno se metía.

En esa prostitución de lujo descollaba una mujer conocida por Marina. Nadie sabe su nombre exacto ni si ese era el verdadero. Cubrió un espacio tan vasto y se desenvolvió durante tanto tiempo, que no son pocos hoy los que creen que bajo ese patronímico se ampararon varias personas, aunque otros aseguran que se trataba realmente de una sola, que salió de Cuba después de 1959 y murió en Miami, donde reinstaló con éxito su negocio.

No se llegaba a uno de sus burdeles así como así. Se requería de la recomendación de algún cliente habitual o conocer al menos a una de las muchachas que prestaban servicios en ellos. Y se imponía acudir con dinero abundante. Marina reclutaba a mujeres muy jóvenes en el interior del país y con mil y una promesas las traía engatusadas a la capital para enfrentarlas en definitiva con la triste realidad del prostíbulo, del que ya no podían salir sin saldar las deudas que habían contraído con su «protectora». Porque Marina las vestía, invertía para dotarlas de cierto refinamiento, las envolvía en determinada atmósfera y cubría sus gastos antes de lanzarlas al ruedo. Y eso había que reintegrárselo. Parece que hubo casas de Marina en varios lugares de La Habana. Por Infanta, por el Malecón... Cuando en tiempos de Prío se sintió amenazada en lo que era su casa matriz de la calle Colón número 298, salió de la ciudad y abrió el Reloj Club en la calzada de Rancho Boyeros. Muchas quisieron, pero nadie pudo arrebatarle la primacía.

A diferencia de lo que se piensa, el chulo casi nunca era el dueño del negocio. La Victoria estaba en manos de dos o tres homosexuales y de una o dos mujeres, que eran los que allí cortaban realmente el bacalao. Todavía en los años 50 existía un personaje que a bordo de un llamativo convertible rojo recorría el barrio de Colón y entraba a casi todos los prostíbulos. Se le tenía como el gran chulo de la época, una suerte de reencarnación de Yarini, cuando no era más que el cobrador de los alquileres. Un inmueble destinado a burdel, por viejo y deteriorado que estuviese, pagaba una renta mensual de entre 400 y 500 pesos. Los proxenetas eran solo una parte de la cadena, y no de las más sólidas. Daban protección a sus mujeres, apaciguaban o impedían la violencia en los prostíbulos, que no era mucha, como tampoco lo era en las zonas. Como norma, se podía recorrer Colón y Pajarito con tranquilidad y confianza absolutas. Nadie se metía con nadie. El negocio marchaba sobre ruedas.

LA MACORINA

Los precios no eran los mismos en Colón y en La Victoria. Aquí, ya en los últimos tiempos, la tarifa llegó a cinco pesos, cuando en Colón nunca sobrepasó los dos pesos. Existieron zonas peores, aunque no tan frecuentadas, como la de la calle Omoa. Muchachas que ejercían la profesión como electrones sueltos. Y burdeles disimulados bajo cualquier fachada. En los más ranqueados, podía el cliente seleccionar a su presa por fotos y lograr incluso que se la mandaran al lugar que indicara. Hasta hace poco tiempo anduvo por ahí el álbum con fotos de las «pupilas» de Marina.

Mientras que en La Victoria las muchachas eran escogidas por su belleza y las ponían en la calle en cuanto se ajaban, lo que, a causa de la mala vida, ocurría muy tempranamente, en Colón podía encontrarse cualquier cosa, mujeres avejentadas y deterioradas pese a su juventud. Eso las obligaba a mostrarse agresivas y no era raro verlas desnudas, o casi, a la puerta o las ventanas del prostíbulo, anunciándose a voces y convidando al transeúnte.

La Victoria era más luminosa, por decirlo de alguna manera; no se sentía allí esa sensación de podredumbre y hacinamiento. No por eso era un mundo alegre. Al contrario. Resultaba bastante deplorable y, visto desde hoy, deprimente. En La Victoria, las prostitutas se adaptaban a ciertos preceptos. Aguardaban, vestidas, en el salón. Usaban, por lo general, un mono, esto es, una vestimenta de una sola pieza, que solo en las prostitutas se veía entonces. Esa ropa, que se extendía hasta los tobillos, dejaba sus hombros al descubierto y estaba provista de una cremallera larga que corría desde el pecho hasta debajo de la cintura. Era un vestido práctico para el oficio. Como no empleaban ropa interior, se desnudaban y vestían con facilidad y rapidez.

Solo con lo esencial estaban equipadas las habitaciones. Una cama matrimonial corriente y uno o dos espejos. No faltaban, dentro de la habitación, el lavamanos y el bidé o bidet, como únicos muebles sanitarios. Nada más.

Ninguna muchacha en el giro se identificaba con su nombre real. Todas tenían un seudónimo como nombre de guerra. Pocos recuerdan ya el nombre de la dama que hizo célebre, en los años 20, el remoquete de La Macorina, y no son muchos más los que saben que todas las tardes, alrededor de las cinco, se exhibía

en un auto deportivo (cuña), conducido por ella misma, por Malecón, Galiano, Dragones y Zanja hasta Infanta, donde daba la vuelta para empezar otra vez su periplo, aunque todos hemos escuchado alguna vez la melodía que la inmortalizó con aquel pegajoso estribillo que decía: «Ponme la mano aquí, Macorina...».

LAS POSADAS

Las posadas eran otra cosa. Se acudía a estas en pareja y servían de escenario a un encuentro de amor ocasional y escapaditas extramatrimoniales, tanto de ellos como de ellas, y las utilizaban también amantes que carecían de un lugar mejor para consumar sus propósitos. Tenían una tarifa para las primeras tres horas y una cuota extra transcurrido ese tiempo, pero siempre más ventajosa para el cliente que las de un hotel. Al igual que el de las funerarias, era un negocio que siempre reportaba beneficios, porque nunca faltaban muertos ni gente que quisiera amarse. Cuando el Gobierno Revolucionario las intervino quedaron bajo la égida del Instituto Nacional de la Industria Turística y pasaron a llamarse albergues. Albergues INIT. Almendra, Casitas de Ayestarán, Dos Palmas, Aseo, Fersal, Serafines, Isla de Chipre, La Campiña, Venus, Retiro, Segundo Madrid, Areca, Cándida... eran algunos de sus nombres. En el Directorio Telefónico de 1979 se consignaban 57 posadas en La Habana. Y 31 en el Directorio del 89. Hoy deben quedar muy pocas.

En las posadas sí no era raro que se diera el escándalo cuando un marido sorprendía a su media naranja en brazos de otro. Las escenas eran generalmente tan violentas entonces que se imponía la intervención de la Policía, que terminaba por conducir a la Estación a la adúltera, a su compañero de aventura y al agraviado. Como a esa altura del asunto era ya numeroso el público que se había congregado ante el edificio, las autoridades cubrían la cabeza de la mujer con una funda para llevarla hasta el patrullero.

Rigurosamente cierta es esta anécdota. Allá por 1960 ó 61 un puritano desorbitado se dio a la tarea de recorrer las posadas. Estacionaba su automóvil delante y, desde fuera, megáfono en mano, increpaba a las mujeres que estuviesen dentro. «Mujer impura y desvergonzada: abochórnate, arrepiéntete de tu pecado y vuelve a casa», gritaba. Se desconoce si alguna se tomó la justicia por su mano para fulminarlo a taconazos.

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