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Tradiciones trinitarias

Nadie pudo imaginar que el lecho nupcial fuera también, y casi sin transición, el lecho de muerte de Isabel Malibrán Muñoz. El 26 de octubre de 1844, ante el altar del Cristo de la Vera Cruz, en la Iglesia Mayor de Trinidad, contrajo matrimonio con Alejandro Calatrava. Parecía una figurita de biscuit: mediana la estatura, el cuerpo esbelto, negros los ojos y el pelo... Vestía un vaporoso traje blanco, con encajes de Chantilly y larga y pesada cola. Al día siguiente, al mediodía, embarcaría en una goleta, junto con su esposo, hacia Santiago de Cuba, primera escala de un viaje que los conduciría a Santander, en España. Pero la joven pareja no iría a ninguna parte porque el día 27, por la mañana, Isabel estaba muerta.

Apretones de manos, abrazos, lágrimas y sonrisas siguieron a la ceremonia religiosa. Los desposados y los invitados salieron del templo por una puerta lateral, cruzaron la calle y llegaron a la casa de la novia. Allí, en la sala, el teniente gobernador alzó su copa e hizo un brindis por la felicidad de los recién casados, y mientras las esclavas, con sus mejores trajes, atendían a la concurrencia, Isabel cambió el vestido de novia por otro de color azul celeste de muselina de la India, con pronunciado escote. Tanto ella como Alejandro aguardaban con impaciencia la retirada del último de los invitados para disfrutar de su intimidad.

Al día siguiente, muy temprano, fueron tranquilos y felices a tomar el desayuno: chocolate con leche, bizcochos, natilla, pan de gloria... El trajín de la casa, con los esclavos preparando el equipaje, no los alteraba. Podían desayunar con calma pues la goleta que los llevaría a Santiago no saldría hasta el mediodía del embarcadero del río Guaurabo. Pero... Tan pronto Isabel abandonó la mesa, cayó al suelo, inconsciente. En vano las esclavas intentaron reanimarla a golpes de abanico y perfumes en las sienes. El rostro de la muchacha perdía expresión, su color natural desaparecía y era ya de una palidez de muerte.

—¡Rápido! ¡Traigan a don Justo Germán, el médico! —ordenó el esposo. Pero don Justo Germán no pudo hacer otra cosa que cerrar los ojos de Isabel.

Ciudad pequeña, infierno grande. Pronto comenzaron a rodar en Trinidad los comentarios. En vísperas de la boda, una negra bellísima del ingenio de Calatrava había sido enviada a la casa de Isabel para ayudar en los preparativos de la fiesta. Y todos se percataron de la mirada cargada de odio que lanzaba a la muchacha. Calatrava había gozado de su virginidad y ella, prendada del joven, se atormentaba con el recuerdo de las tardes que habían pasado juntos en la casa del ingenio y que quizá no se repitieran. Por eso no lo pensó mucho. Esa mañana salió de la cama antes que ninguna otra esclava y preparó el desayuno de los recién casados. En el chocolate de Isabel puso un activo veneno. Serena, llevó la taza a la mesa y con morboso placer observó cómo lo bebía la muchacha.

Días después aparecía, colgado de una guásima, el cuerpo maltrecho de la esclava.

DE AMOR Y DE MUERTE

Esa y otras historias están ahora al alcance del lector gracias a las crónicas que Manuel Lagunilla Martínez recogió en su libro Trinidad de Cuba: tradiciones, mitos y leyendas, publicado este año por la editorial Luminaria, de Sancti Spíritus. Un volumen de apenas cien páginas con relatos de amor, celos, muerte, venganzas, odios... que perviven en el imaginario colectivo de esa villa, una de las primeras que fundaron los españoles en la Isla, y que forman parte de su encanto.

El autor quiso que, a partir de su libro, el visitante se acerque a Trinidad también por el costado de sus tradiciones. Que al doblar por el callejón de Galdós imagine el cuerpo inerte del marqués de Guáimaro acribillado a perdigonazos por un esclavo pagado por su esposa. Que vea esfumarse al pícaro bandido Caniquí ante las mismas narices de sus perseguidores. Que escuche los dulces lamentos de una mujer condenada por su esposo al encierro eterno en el penúltimo piso de la torre de Manaca-Iznaga.

Cuánto de realidad y ficción hay en esas historias, es algo que no debe preocuparnos. Las leyendas son relatos desfigurados por la tradición que tienen siempre un fondo de verdad. Alguien las escribe en un momento dado, pero antes recorrieron ya, de boca en boca, un largo camino de fantasías y distorsiones. Se impone entonces seguir dándoles vueltas, añadiéndoles nuevos anillos para que mantengan la vida de su fulguración.

Sucede así con la historia de Ma Dolores que Lagunilla inserta en su libro. Frente ya al pelotón de fusilamiento, los ángeles la rescataron de la muerte. O con la de la mujer aquejada de demencia senil, que volvió a sus cabales después de resucitar. Hernán Cortés fue el primer pirata que asoló el Caribe, asegura el escritor y hay que creérselo.

Cortés, ya se sabe, fue el fiero sometedor de los aztecas. Pasó por Trinidad antes de iniciar su misión, y allí, con su estandarte negro bien clavado en el centro de la Plaza Mayor, ordenó pregonar su llegada y anunciar el propósito de conquistar la Costa Firme. Prometió grandes riquezas a quienes lo acompañaran y compró caballos y puercos y tocino y casabe para la aventura.

En eso estaba cuando se enteró de que cerca de las costas trinitarias pasaba un navío cargado de víveres y ordenó que una carabela bien armada lo persiguiera y abordara. Llevaba la embarcación, en efecto, 4 000 arrobas de pan, 1 500 tocinos y muchas gallinas, de todo lo cual Cortés se apropió para iniciar así la piratería en estas aguas.

PALACIO QUE NO ES

Dice Lagunilla que el más bello palacio que hubo en Trinidad fue el del norteamericano John William Baker Smith, que allí, y ya como súbdito español, pasó a llamarse Juan Guillermo Bécquer Smith. Un naufragio lo había empujado hacia las costas de la región y en la ciudad se hizo rico gracias a sus habilidades como comerciante y a la trata negrera. Fue entonces que se dio a la tarea de construir, para vivirla, una fabulosa morada, la más lujosa de la Isla en su tiempo. Un palacio de dos plantas con balcón corrido e incrustaciones de oro y marfil en las paredes interiores. Las escaleras, que parecían suspendidas en el aire, llevaban a una hermosa torre con el mirador coronado por una cúpula.

Bien pronto comenzaron los comentarios. Las familias más antiguas y pudientes no perdonaban el boato del nuevo rico. Y Pedro Iznaga Borrell comentó que Bécquer no tenía suficiente dinero para terminar su obra. Un palacio por otra parte, añadía Iznaga, en cuya edificación se estaban empleando materiales tan baratos que no perduraría en el tiempo.

Enterado de lo que se decía, Bécquer quiso demostrar que sí tenía y ordenó levantar los pisos de mármol y sustituirlos por monedas de oro y plata en raras y caprichosas combinaciones. Las autoridades locales vieron en el gesto una ofensa al rey y a la Corona española y no se lo permitieron. El norteamericano se vio obligado a mandar a retirar las que ya habían sido colocadas. Hubo entonces un nuevo comentario de Iznaga: al yanqui se le acabaron las monedas. Se empeñó en usarlas y no pasó de la puerta. Al tanto otra vez de lo que se decía, Bécquer volvió a mandar a poner las monedas. Si antes le impidieron colocarlas de cara porque se pisotearía la imagen del monarca, las situaría ahora de canto. Tampoco pudo hacerlo. Pero Iznaga, en parte, tenía razón. Por una causa u otra aquel palacio no perduró y de aquella mansión fastuosa solo se ve ahora, en la calle Real del Jigüe, cerca de la Plaza Mayor, una verja y una gran ventana.

ESTRENADA POR UN MUERTO

Tampoco tendría suerte con su casa colosal don José Mariano Borrell y Padrón. La planeó en 1827 y tres años después la tuvo lista para vivirla. Era, dice Lagunilla en su libro, de sólidos muros, largos guardapolvos y elevado puntal. Cuatro ventanales y una puerta de caoba enorme se abrían en la fachada principal. Zaguán para la entrada de los coches y la servidumbre. Espaciosas la sala y la saleta. En el centro del patio, una bellísima fuente de hierro, con dos tazas concéntricas, coronada por un cisne. La decoración más refinada y exquisita. Todo el espacio lucía claro, lleno de luz y aire, para rematar la sensación de esplendor y comodidad.

Llegó así el día de la apertura de la mansión. Don José Mariano esperaba a sus invitados, la flor y nata de la ciudad, cuando, en un decir amén, el cielo se puso negro en un presagio de tormenta. Y entre rayos y truenos comenzó a llover como nunca antes había llovido. A esa hora un cortejo fúnebre que venía desde el barrio de Jibabuco pasaba frente al palacio. Como el agua impedía continuar la marcha, los concurrentes, para pasar la tempestad, buscaron refugio en la casona y colocaron el ataúd en medio de la sala. Aquello a don José Mariano le pareció de mal agüero.

—¡Yo no vivo en una casa que ha estrenado un muerto! —dijo y ordenó cerrarla y ponerla en venta.

Tuvo razón. Murió poco después y su palacio permaneció deshabitado durante once largos años hasta que, en 1841, su heredero, José Mariano Borrell y Lemus Padrón de la Cruz Jiménez, marqués de Guáimaro, pudo venderlo.

Pero antes, mucho antes, en 1801, habían pasado por Trinidad el barón de Humboldt y su inseparable amigo y colaborador, el botánico francés Bonpland. Fue aquella una visita científica. Los dos sabios observaron y anotaron en sus libretas todo lo que les pareció de interés acerca de la flora, los insectos, los caracoles, el suelo. Midieron la latitud y longitud de Trinidad, calcularon la altura de la loma de La Popa y reconocieron la caliza negra de las sierras trinitarias. La visita fue todo un acontecimiento. Portaban un pasaporte expedido por el mismo Carlos IV, rey de España, y una carta de recomendación del marqués de Someruelos, capitán general de la Isla.

Días después llegaba a La Habana el alcalde de Trinidad y fue a presentar sus respetos a Someruelos. El gobernador, hombre culto y refinado, se interesó por conocer los detalles de la estancia trinitaria de los europeos. Respondió el alcalde:

—El barón y su amigo fueron recibidos con todo género de cortesías y atenciones, de acuerdo con su recomendación, Excelencia, pero no eran tan sabios como dicen... Nada. Es cierto aquello de cría fama y acuéstate a dormir.

Perplejo, Someruelos exclamó con voz airada:

—¡Explíquese usted!

—Mire, Excelencia, los señores se pasaron todo el tiempo mirando el cielo y recogiendo caracoles...

Ahorraremos al lector la respuesta de Someruelos. O que la busque en el libro de Lagunilla, cuya lectura nos place recomendar.

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