Lecturas
Se le consideró en su tiempo la gran vedette de América. Fue la mujer más deseada de Cuba y figura entre las mejor vestidas de la Isla. Chávez, el modisto mexicano que vistió a tantas luminarias, conservó en su taller, durante décadas, un maniquí con sus medidas. Sabe que le sientan el verde, el negro y el blanco, y si de perfumes se trata prefiere el Shalimar, de Guerlain, el Diva, de Saint Laurent, y el Paloma Picasso, mientras que entre las joyas se inclina por los brillantes… Durante los últimos 65 años, Rosa Fornés ha llenado, y de qué manera, el mundo del espectáculo. Hizo radio, teatro, cabaret, cine, televisión y recogió aplausos tanto en lo lírico como en lo dramático, la comedia, el musical, la canción ligera. Cuando ya de vuelta de todo pudiera contentarse con mirar al mundo desde arriba, dio a conocer sus memorias, provocadas sagazmente por el escritor Evelio R. Mora, y se lanzó con la revista Una rosa para todos en una gira que la llevó por todo el país. Tiene más de 80 años de edad, cinco nietos y dos bisnietas, pero para júbilo de los que la siguen y la quieren ese mito viviente que es la Fornés se empeña en mantener su cetro.
—Yo no sé lo qué es pedir trabajo. Fíjese bien, nunca, ¡nunca!, me acerqué a un empresario para que me diera un contrato ni supliqué un papel a un director, y mucho menos lo haría hoy. Por ser así me perdí cosas que tal vez me hubiera gustado hacer, pero siempre me mantuve invariable en ese principio. Me llaman, vienen a verme y me proponen esto o lo otro, y de una propuesta como esa salió Una rosa para todos, que me dio el gusto de presentarme en el escenario con mi hija Rosa María Medel y otros valores jóvenes y fue un éxito tremendo. Claro, tuve que planificarme para acometerlo. Me dije: «Ya no estás para fiestas». Por eso, cuando terminaba la función y mis compañeros se iban por ahí a divertirse, yo me volvía a mi hotel y reponía energías para la jornada siguiente. ¿Sabe una cosa? Siempre he sido muy audaz. Y esa audacia me valió mucho en un medio como el artístico, donde para triunfar no basta el talento, sino también son necesarias la suerte y la oportunidad.
Cuando me comuniqué por teléfono con Rosa Fornés para solicitarle esta entrevista, pensé que pondría reparos. Pero no; me citó para el sábado siguiente, a las cuatro. Solo pidió que ese día le recordara el compromiso a media mañana. Cuando volví a llamarla para hacerlo, preguntó si me acompañaría algún fotógrafo y mi respuesta afirmativa pareció hacerla dudar. «Entonces tendré que prepararme», comentó como para sí. Le dije que de seguro no lo necesitaría, pero insistió. «A lo mejor tendrá que esperar un poco», dijo. Cuando llegamos a su casa, Yuma, un perro dócil y hermosísimo, fruto del cruce extraño entre un San Bernardo y un Chau-Chau, fue el primero en salir a recibirnos al jardín, y enseguida La China, asistente de la actriz, nos dijo de parte de Rosa que viéramos y seleccionáramos los lugares donde se le tomarían las fotos. Cuando la artista apareció al fin en la sala de estar, lo hizo como si saliera a un escenario: desbordaba simpatía y buscaba el asentimiento de los que la esperábamos. Eran las 4:30. Las estrellas siempre se hacen esperar.
—En mi casa había una buena discoteca. Mi madre me decía: «Te contaré el argumento de esta ópera», y me la ponía luego en el tocadiscos. Así fui creciendo. Mi padre quería que yo me preparara para la vida, que estudiara secretariado, comercio, qué sé yo. Y yo un día me presenté en La Corte Suprema del Arte, un programa para aficionados, que descubría talentos y que llegó a tener una gran audiencia en la radio, y me llevé el premio. Dijo mi padre: «Bueno, ya ganaste; ahora a lo tuyo, que es el estudio…». Yo quería ser artista. Insistí y tuve que imponerme. Estudié canto, baile y música y aprendí muchísimo con esa gran actriz que fue Enriqueta Sierra… Tenía 15 años. Casi enseguida debuté con Antonio Palacios e hice mi primer papel en el cine: interpreté a una madre con tres hijas, y cualquiera de ellas era mayor que yo en edad.
Dicen los que la conocen que Rosa es jovial en público y melancólica en la intimidad, y que se ha hecho más artista y más bella con la sensibilidad y la sabiduría de los años. Nació en Nueva York, aunque nadie dude de su cubanía, y la trajeron a Cuba a los tres años. La Guerra Civil la sorprendió en España. Retornó a la Isla de nuevo y a los 20 años tenía ya una carrera hecha. El día en que cumplió los 18 celebró también su 150 presentación consecutiva en Luisa Fernanda, donde encarnó el papel de la duquesa Carolina.
—Hacía yo en México una revista musical de esas que te imponen una trusa ajustada y muy corta y que te hacen lucir al aire unas piernas larguísimas, y una noche, al regresar al camerino, encuentro a dos señores que me aguardaban. Se presentaron. Eran Moreno Torroba y Fernández Shaw, los autores de Luisa Fernanda. «Todo el mundo nos comenta que no hay otra duquesa Carolina como la que usted hace, y hemos venido a conocerla», dijeron. Y yo respondí: «¡Ay! Qué honor, pero qué pena que me hayan visto en esta facha».
«Me dediqué mucho a lo lírico y ese es uno de mis mayores orgullos. La opereta, al igual que la zarzuela, me dio la posibilidad de alternar en la escena con grandes figuras, tanto en Cuba como en México y España. La opereta permitió también que demostrara mi calidad de actriz, pero ninguna de las dos me hizo desistir de mi interés por la canción ligera. Me reprocharon que no incursionara en la ópera, y yo me decía: “A la ópera puedo llegar, pero me faltan puntos”. Me decían además: “Una cantante como tú no debe meterse en lo popular”, y yo me decía: “Tengo la voz bien colocada y no tengo por qué preocuparme”.
«A mí me tocó una época muy dura. Subía una obra a escena y el teatro la programaba en dos funciones diarias de lunes a sábado, y tres el domingo. Eso te daba una escuela tremenda, seguridad, una confianza extraordinaria. Y al mismo tiempo tenías que seguir estudiando, superándote sobre la marcha, aunque tuvieras que sacrificarlo todo en aras de tu arte, porque cada día, con cada actuación, con cada presentación en público o ante una cámara, se vuelve a empezar. La gente me dice: “Bueno, a su edad, con su experiencia, ya nada debe asustarla, nada debe inquietarla…”. Yo respondo: “Pues no, cada actuación es para mí como si fuera la primera vez”; porque siento el mismo miedo, las mismas preocupaciones, y tal vez más, y es que soy muy autocrítica, muy exigente conmigo misma y nada me molesta más que dar al público menos de lo que el público espera de mí».
Dice la Fornés que en su larga carrera hubo más alegrías que penas. Ríe y recuerda aquella noche en la que interpretaba el papel de una odalisca y se pisó el vestido, «un vestido que me quedaba muy bonito, pero tenía la tela podrida», comenta, y quedó en el escenario cubierta solo por unos bombachos y el pelo. Menciona asimismo su actuación en La dama de las camelias. «Margarita Gautier muere en la obra de Dumas y yo me moría de verdad en el escenario; sufría un ataque de llanto tremendo y apenas podía salir a saludar al público, que aplaudía a rabiar».
—Una lo sacrifica todo por esos aplausos. Yo, hasta donde me fue posible, cuidé mucho a mi familia, a mi madre, que vivió hasta hace poco; a Rosa María, la hija que tuve con el actor mexicano Manuel Medel, y a Tania, la hija de Armando Bianchi, que llegó pequeñita a mi vida. Mi relación con Armando duró 28 años, hasta su muerte. Siempre digo que tengo dos hijas, y los nietos de Tania son tan nietos míos como los de Rosa María.
«Sé cocinar, coser, bordar, tejer… En ocasiones, muy de tarde en tarde, soy capaz de confeccionarme un vestido. Si me meto en la cocina es solo para prepararme una tortilla. Sí me mantengo muy al tanto de la casa, pero en cuanto a las labores propiamente domésticas siempre he contado con ayuda. Ahora me acompaña uno de los hijos de Rosa María. Antes hablaba mucho con mi madre, salía con ella. Fue una mujer muy saludable hasta el final».
En una butaca, dormitando, Toña la Negra, la gata de Rosa, asiste a toda la entrevista. Ahí la encontramos y en su butaca quedó cuando nos fuimos. La artista ha sido una coleccionista inteligente de obras de arte y apenas le alcanzan las paredes para colgar sus cuadros. Hay espacio en la casa para las fotos de gente que ha querido: Cantinflas, Pedro Vargas, Libertad Lamarque, Ernesto Lecuona… y otras muchas de ella misma, sola o en compañía de Jorge Negrete, Pedro Infante, Benny Moré, Adolfo Guzmán, Armando Bianchi… Y para los trofeos de incontables premios y reconocimientos, como la Orden Félix Varela, la más alta condecoración cultural que confiere el Estado cubano.
—¿Cuál es el secreto de su éxito? —pregunto, y la respuesta viene rápida, como si Rosa Fornés la hubiese pensado de antemano:
—Aparte de la calidad de mi trabajo, el hecho de haber sabido ir con el tiempo.
Vuelvo a inquirir.
—¿Cómo ve el mundo a los 80 años?
—El mundo evoluciona y he sabido evolucionar con él. Creo que esa es la clave de que me mantenga vigente. Me miro ahora y me veo parada 30 ó 40 años atrás. Todavía con 50 años yo me comía el mundo y aún me asombro de todo lo que pude hacer entre los 50 y los 60, entre los 60 y los 70, entre los 70 y los 80. Procuré siempre lograr una buena armonía en mi familia y con mis compañeros de trabajo, y los éxitos de otros artistas los sentí como míos. Lo importante no es querer seguir haciendo lo que hiciste, sino saber lo que puedes hacer… Lo importante es no dejarse aplastar ni abatir. Hay que estar arriba y mirar el futuro. Sí, por extraño que parezca, todavía miro el futuro y espero que la gente se sorprenda con lo que seré capaz de hacer a partir de ahora, y siga dándome el cariño que me dio siempre.