Látigo y cascabel
Nunca antes había visto a Las Tunas tan cambiada. Es cierto que Ike derribó árboles, arrancó techos, fragmentó cristales y dejó un dolor indescriptible. Pero la ciudad ha cambiado, a pesar de que aumente, como en toda Cuba, el número de casas atrapadas entre hierros, cual si fueran telarañas metálicas, lo cual les complica las cosas a quienes gustan de lo ajeno, pero también afean el ornato público.
Esa ciudad parece otra. Sobre todo, su centro en que poco a poco se han ido consolidando espacios que la convierten en una urbe más viva, más atractiva.
Y no solo porque, como muchos se apuran en contarme, la variada programación del Teatro Tunas, por ejemplo, mueve con frecuencia a cientos de personas de todas las edades interesadas en ver desfilar por su sala lo mismo cantantes y agrupaciones musicales y danzarias, que a actores y humoristas, ya sea del centro y el oriente de la Isla, que del «lejano» occidente. Al fin Las Tunas ha ido superando el «mal del canguro», que hacía que los artistas la «saltaran» como si fuese una ciudad invisible.
Hoy se hace más agradable caminar por sus calles y comprobar que las ofertas en moneda nacional para la familia (Centro Cultural Huellas, Piano Bar, Café Cantante, dulcería, restaurantes de lujo, heladería, peluquerías...), superan las opciones en divisa. Y sin embargo, en ninguno de estos sitios se le ha dado entrada al mal gusto y la chapucería, como en ocasiones sucede con los lugares donde manda la moneda «dura».
Lo que más llama la atención es que en el país todavía continúan escaseando los recursos y que, para tristeza de quienes no albergan un odio ciego y absurdo, permanece inmutable el férreo bloqueo. Entonces, ¿cómo ahora sí se puede y antes no? Es evidente que hay políticas trazadas y estrategias que seguir; que es otra la mentalidad, que esta vez se ha sabido aprovechar con mayor eficiencia lo que se posee para lograr un objetivo: transformar la ciudad desde una visión cultural, lo cual, por supuesto, es complicado, complejo, pero posible.
En una de sus intervenciones durante el pasado VIII Congreso de la UNEAC, el Doctor Eusebio Leal explicaba lo que con frecuencia sucedía con la gestión de algunos gobiernos que se ven abocados a resolver los problemas y establecer las pautas, pero que al final terminaban sus mandatos sin poder superar los deseos.
El ejemplo que ponía el Historiador de la Ciudad de La Habana era muy ilustrativo: si no te mueves rápido, decía, te ocurre como al toro cuando sale al ruedo que después de recibir dos banderillas, y dos más, y seis..., se convierte en un caballo muerto, al no poder evitar que el picador te desangre.
Es imposible arreglarlo todo de un tirón, pero es importante que la autoridad local —esa que ha sido elegida por el pueblo y por tanto merece respeto— funcione como tal y, en primera instancia, se ocupe por aquellas áreas esenciales, las que no podemos permitir de ninguna manera que desaparezcan por desidia, por los pocos deseos de hacer. Luego a encaminar el resto.
Esa es una labor que requiere de esfuerzos, de consagración, de entrega, de un plan que involucre a instituciones, organismos y, por supuesto, a los vecinos, a la gente, que solo así sentirá un fuerte compromiso con lo que se ha edificado, remozado o restaurado.
Cuesta creer que aquellos que sudan y se sacrifican en pos de hacer más interesante nuestras vidas permitan que otros insensibles lo dañen o destruyan —todavía duele ver vacío el espacio que antes ocupaba la estatua de Strauss en un parque del Vedado habanero—. Y habrá sobre todo que educar, ocuparnos sin descanso para conseguir con nuestra conducta una ciudad distinta.
En mi tierra natal, para inmenso regocijo, sigue intacto el río Ahogapollos de la infancia; aquel en cuyas oscuras aguas —nido inmundo de guajacones—, aún se encallan los barquitos de papel. Pero la ciudad se va transformando para bien. Ahora es más placentero transitar por ella, rodeado de espacios cuidados y hermosos. Ahora puede decirse, apoderándose del modo como definiera la ciudad el ya desaparecido Premio Internacional de Arquitectura Alvar Aalto, el colombiano Rogelio Saltona, que como Bayamo y otros territorios del país —ojalá y muchos otros siguieran ese ejemplo— Las Tunas es más un lugar de la cultura, un lugar de la civilización.