Acuse de recibo
Cuenta Ronald Díaz Chau (Calle 5ta. No. 8, Santo Olaya, Santo Domingo, Villa Clara) que lleva ya casi siete años intentando construir su casa por esfuerzo propio. Pero ello se ha convertido en una incertidumbre en esa localidad, a pesar de que el Estado hace serios esfuerzos para que los materiales de construcción lleguen allí.
El problema está en las irregularidades que se registran en la venta de materiales en los patios o rastros de Comercio Interior. En especial, precisa, el cemento y el acero se han convertido en un medio de lucro de los acaparadores-revendedores, siempre las mismas personas. ¿Quién no los va a conocer en pueblo chiquito?
El metro de barras de acero, que oficialmente en el rastro tiene el precio de 9 pesos, estos individuos lo revenden a 17 y a 19 pesos «por la izquierda». ¿Quiénes son los perjudicados? Los trabajadores que perciben un modesto salario, y caen en las garras de estos expoliadores de la necesidad ajena.
Asegura Ronald que Comercio allí en Santo domingo ha hecho gestiones con la Policía para intentar neutralizar este peligroso fermento; pero aún no se le ha dado una batida definitiva al mismo.
«¿No es más fácil —pregunta Ronald— controlar esa situación en los patios de venta, mediante el listado de quienes tienen licencia constructiva, emitido por la Dirección de Vivienda? ¿No le sería más fácil a Comercio saber la demanda real de cemento y acero en el municipio, y le permitiría evadir la actividad ilegal de estos ciudadanos?».
No es solo en Santo Domingo que se está lucrando con los serios esfuerzos que hace el país para facilitar materiales de construcción para las viviendas. Ello expresa dos realidades:
La primera, es que estos acaparadores revenden porque, a pesar de los esfuerzos visibles para facilitar materiales a la población, aún la demanda está insatisfecha. Y la segunda es que, precisamente por ello, la actividad de los rastros no puede ser vender a ciegas, sin importarles que la mercancía vaya a parar a una claque de revendedores que, de seguro, tienen su buen techo, o ya han acumulado, con esas trampas, el dinero suficiente para arreglarlo.
Los parques, que siempre fueron el solaz y la calma en la ciudad, no se salvan de la plaga de intrusiones y agresiones; de zafarranchos y excesos.
Ignacio Santos Cruz (Avenida 411 No. 19420, entre 194 y 196, Santiago de las Vegas, La Habana) confiesa en su carta que no conoce lo reglamentado para la utilización de esos espacios públicos; pero su intuición le dice que muchos parques en la capital están perdiendo la paz.
Él ha observado que, con el auge que está tomando el fútbol en Cuba, proliferan los partidos de ese deporte en los parques. En ciertos casos, ello arrasa con el césped, y burla la tranquilidad y el sosiego de quienes buscan la calma en esos parajes.
Ello, en algunos sitios muy populosos, puede explicarse por la falta de instalaciones deportivas; pero en otros lugares, estas últimas están inutilizadas, algunas ya deterioradas; y los partidos son en pleno parque.
De igual manera, se juega pelota, se montan patinetas vertiginosamente, se lanzan piedras… es como para no acercarse a esos parques.
Y con la apertura al trabajo no estatal, se han incrementado la monta de caballos, ponis, carritos y bicicletas; que es algo beneficioso, pero que debe contar con áreas idóneas para tal expansión. No precisamente un parque.
A ello, agrega este redactor, se ha sumado la costumbre de situar quioscos y cajones de venta de cuanta mercancía se les ocurre en cualquier parque. Una intrusión de cuestionable fundamento estético y ambiental.
«Como se conoce —apunta Ignacio— nuestra población envejece cada día más. Y a muchos de estos parques asisten personas ancianas con el objetivo de descansar, tomar aire y conversar. Ellos, con todos estos tumultos, corren el riesgo de recibir golpes.
Y se pregunta cómo es posible que no se tomen cartas en el asunto para restaurar el orden y la tranquilidad. «Necesito saber por qué», concluye.