Acuse de recibo
«Las barreras arquitectónicas reflejan otras barreras más difíciles de erradicar: las mentales». Así comentaba el 19 de noviembre de 2005, cuando reflejé la queja del ingeniero Michael Pérez Melgarejo, un ciudadano discapacitado que hacía más de un año bregaba infructuosamente porque se le facilitara algo muy simple: sustituir los dos escalones de la entrada de su casa por una rampa de acceso.
Michael reside en Omoa 363 (bajos), entre 10 de Octubre y Alejandro Ramírez, municipio capitalino de Cerro. En su denuncia de entonces, él contaba que, producto de su discapacidad, cuando tiene que salir en silla de ruedas de su hogar con destino a su trabajo, necesita de la ayuda de dos personas para sortear el escollo de esos dos escalones de 30 centímetros de altura.
En septiembre de 2004 habló con la delegada de su circunscripción para que le facilitaran adquirir los materiales con vistas a hacer la rampita. Ella se interesó en ayudarle, primero Michael debía conseguir la autorización de Arquitectura y el consenso de los vecinos. Cumplidos esos dos requisitos, se hizo el proyecto. Pero había transcurrido más de un año y nada. En su carta, el solicitante comprendía otras prioridades, pero se preguntaba qué puede representar en materiales la ejecución de una pequeña rampa para que un ser humano pueda acceder a la vida más allá de la puerta de su casa, de forma independiente y plena.
Hasta hoy nadie ha respondido. El silencio y la indiferencia que produjo su justa aspiración me confirma que esas barreras mentales son más inamovibles de lo que imaginaba.
Y Michael me vuelve a escribir, para relatar que a raíz de lo publicado en esta columna, insistió en ver al Presidente del Consejo de la Administración Municipal del Cerro, para que gestionara en la Unidad Municipal de Inversiones de la Vivienda (UMIV) la asignación del «buchito» de materiales.
Meses después logró al fin hablar por teléfono con él. Luego se repitieron las llamadas, y la solución no llegaba. En una ocasión el Presidente le dijo que había tratado el caso con el nuevo director de la UMIV, quien se había mostrado receptivo al respecto, pero aclaraba que él debía obtener autorización previa de su nivel provincial.
Michael continuó llamando al Presidente, hasta que este le recomendó que fuera personalmente a ver al director de la UMIV. El 10 de agosto lo hizo, y aquel le dijo que todavía no tenía autorización para la «inversión» (¡dos meses después!), pues la misma debía otorgarla la Dirección Provincial de Planificación Física (DPPF).
Entonces Michael le mostró la autorización que tenía de la DPPF, a solicitud del arquitecto de la comunidad, desde octubre de 2004. El funcionario le expresó que faltaban más papeles. Y más: él no podía, por su propia competencia, otorgarle materiales.
Michael se cuestiona quién es el que puede hacer el prodigio de autorizar. Y este redactor no puede menos que preocuparse porque haya tanta madeja burocrática para construir, en 15 minutos, una simple rampita de acceso a un discapacitado.