Ocupé el último asiento libre de la guagua. Detrás de mí montó una señora con un cake y enseguida me ofrecí a llevárselo. A mi lado, una muchacha cargaba a un niño pequeño que vio el dulce y se dijo: «Esta es la mía».
La historia siguió así: el niño que intentaba manosear el cake, la madre que lo regañaba, yo que miraba a la dueña, ella que me asentía para que lo dejara comer y yo que le daba luz verde al goloso. Pero la criatura, como Víctor Mesa, iba por más y le «fajó» a una de las flores del pastel.
La dueña se encogió de hombros como quien dice «que empiece el cumpleaños» y así fue: yo embarrada, embarrado el niño, embarrada la madre, todos con merengue, menos el pobre cake. La señora pidió parada, me agradeció, le devolví lo suyo con un «que lo disfrute», me arqueó la ceja como quien piensa «lo que queda de él».
En la parada siguiente se desmontaron la madre y el niño, un señor tomó el asiento a mi lado y subió un joven con un colchón amarrado al medio con un cinto. Mi nuevo compañero enseguida le pidió el colchón al muchacho y de paso lo interrogó: «Oye, ¿ese cinto dónde lo compraste? Está bueno!». «En los artesanos, asere, hay cantidad».
El colchón me iba aplastando uno de los laterales de la cara y traté de correrme, el muchacho lo notó y me expresó: «Tranquila, pepilla, recuéstate sin pena». Comida y cama, y solo vamos por la segunda parada… Hummm, este viaje promete, pensé.
Después se montó un señor con un nailon prieto lleno de laticas. Exigió su asiento de impedido físico al lado de otra viejita, quien enseguida se interesó por el destino de las latas. El señor, al parecer con problemas auditivos, proyectó para toda la guagua: «Es que yo y mi esposa hacemos flan y durofrío para vender en ellas». «¡Cómo le gusta el durofrío a mi nieta…!», exclamó la señora y creó un suspenso posterior como sugiriendo «pero no tengo laticas para hacérselos». En el acto, su interlocutor comenzó a gritarle la receta de cómo hacerlos matizados con sirope de naranja y de cola. «¿Y los flanes?», preguntó una temba de tres asientos atrás. Una del medio hizo sus aportaciones posmodernistas flaneras: «Yo los hago en el microondas y me quedan riquísimos».
El viejito llegó a su destino; antes de desmontarse le regaló tres laticas a la señora y el consejo de «rasparlas bien contra la acera para que no se corte su nieta con el borde».
En la próxima parada se montó un hombre con una tanqueta de sancocho. Supimos lo que era porque el chofer, antes de dejarlo avanzar, le comentó: «No te me pongas bravo, mi hermano, pero destápame eso porque yo aquí no puedo cargar nada ilegal». La destapó y era sancocho del bueno, porque todos sentimos su «olor». Después de comprobar que cargar comida para el puerco de los 15 de la chama era legal, el chofer siguió enamorando a una rubia tiposa: «Mi’ja, llevo 30 años manejando; tú 30 años montando esta guagua y yo bajándote la misma muela… Dime que sí, anda». La oxigenada pestañeaba, se reía, se arreglaba el escote, pero creo que iba a seguir gozando del privilegio del asiento de empleados 30 años más, antes de darle el no definitivo.
En la hilera de asientos frente a la mía, dos señoras me miraban tan incisivamente que me tuve que voltear. Haciéndome parte de la conversación, una le dijo a la otra: «Cómo le gusta a la juventud de ahora pintarse las bembas de esos colores raros». Luego de asentir con la cabeza, añadí: «Sí, a este que llevo hoy mi madre lo llama el enciguatao». «Claro, hija, parece que estás envenenada», completó la otra. Reímos a carcajadas las tres.
Siguieron subiendo personas: con los mandados de la bodega, con un cartón de huevos, con un curiel en su jaula y continuaron encadenándose correlaciones infinitas de «Dame te llevo eso», «Pásame al niño pa’cá», «Córrete para que el otro suba», «Pégate con la mente en blanco», «Dame el maletín por la ventana».
Me desmonté en mi parada sintiéndome un bicho raro por haberme subido a aquella guagua con una simple y llana cartera. Para entonces cargaba, además, con dos certezas:
1— Mañana me invento algo: coquitos para regalar o una Santiago para brindar en la guagua, porque si algo detesto yo es desentonar.
2— El concepto «socializar» nació en una guagua cubana… comparado con lo que allí se produce, todo lo demás es pura introversión.