A pesar de que ya apenas se le menciona en las tertulias de barrio, los tuneros sesentones recuerdan todavía con una pizca de respeto y otra de burla la antigua leyenda local del indio sin cabeza y su inseparable caballo blanco. ¡Cuántas tragedias se asociaron durante décadas a aquel tenebroso jinete y su cabalgadura!
La memoria popular fija la génesis del mito allá por el año 1617, y le establece nexos con cierto idilio amoroso entre un joven aborigen de la zona y la hija de un conquistador español. Una madrugada, este descubre el oculto romance y, en venganza por semejante «afrenta», ordena a sus sicarios decapitar cuanto antes al joven indígena.
Los matones cumplieron al pie de la letra la encomienda: el nativo fue pasado a cuchillo y su cabeza separada del cuerpo de un violento tajo. Sin embargo, y por razones que ni siquiera la leyenda esclarece, no pudieron presentarle a su jefe la testa del sujeto asesinado. El cadáver se esfumó como por obra de un auténtico milagro. Por mucho que lo intentaron, no dieron con su rastro.
Se suele contar que desde entonces se vio cabalgar por las sabanas de la otrora Cueybá a un indio decapitado que clamaba justicia a lomo de un espléndido caballo blanco. Desde esa fecha, cada «aparición» del extravagante fantasma se relacionó con cuanto drama individual o colectivo aconteció en el territorio. «Yo sentí los cascos anoche y mira…», decían los trasnochados ante cualquier tragedia.
Una de ellas fue el accidente ferroviario que vistió de luto a Victoria de Las Tunas en 1945, con saldo de 25 fallecidos y numerosos lesionados. Otra, la célebre granizada de 1963 y su secuela de casas destruidas y postes derribados. En ambas, muchos lugareños «aseguraron» haber sentido la víspera vagar por las calles al siniestro indio sin cabeza y a su no menos lúgubre caballo blanco.
Todo se lo achacaban: un crimen pasional… ¡el indio y el caballo blanco! Una riña tumultuaria… ¡el indio y el caballo blanco! Un choque entre automóviles… ¡el indio y el caballo blanco! Cualquier sonido de cascos o de relinchos nocturnos desbocaba el pánico. Se solía decir que quien viera aquella suerte de centauro apocalíptico tenía los días contados. De ahí el «me lo dijeron, yo no lo vi».
Con el tiempo, la leyenda fue perdiendo terreno hasta quedar sepultada en el olvido. Las nuevas generaciones jamás han escuchado hablar de ella. Hoy solo forma parte del folclor local y de la inspiración de muchos de sus artistas. Como, por ejemplo, una obra en metal que engalanó hasta hace poco tiempo un ángulo del Hotel Las Tunas, y que lleva la firma del escultor Rogelio Ricardo.
El nivel cultural alcanzado por nuestro pueblo hizo posible que creencias oscurantistas como la del indio sin cabeza y su blanca cabalgadura ya no atemoricen a nadie por acá. Un poeta local, permeado del significado de la leyenda, la interpretó y se inspiró en ella de esta lírica y hermosa manera: / Y así la imaginación/ es fuente de poesía/ en esa superstición./ Belleza en la fantasía/ belleza en la realidad…/ si es ficción o si es verdad/ ¿nos importa todavía?