Ciudadanos abjasios ondean banderas rusas y abjasias, al celebrar el reconocimiento de Moscú. Foto: Reuters Como ciertamente no abundan los ángeles en las relaciones internacionales, sería torpe, sin hacer un análisis de profundidad, dar o quitar la razón a este o a aquel, si bien está demasiado claro que fue Georgia la que invadió a Osetia del Sur el pasado 8 de agosto, y se ganó en suelo propio una presencia militar de su poderoso vecino.
La agresión a territorio sudoseta, que habla a gritos de la escasa visión política de las autoridades georgianas, apuradas por «liquidar» ese «problemita» y, de paso, acelerar la entrada del país a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), alejó años luz al gobierno de Tiflis del objeto de su deseo: volver a extender su soberanía sobre Abjasia y Osetia del Sur. Por el contrario, difícilmente pueda ya creerse que habrá en el futuro un espacio de negociación sobre ambas regiones. El comején georgiano devoró él solito las patas de la mesa...
Ahora bien, los vaivenes de la historia, que llevaron a que el gobernante soviético Iósif Stalin colocara a ambos territorios —con régimen autonómico— bajo autoridad de Georgia, entre los años 20 y 30 del pasado siglo, pueden oscurecer un hecho evidente: Rusia ha pagado con la misma moneda con que se le ha estado pagando desde la década de los 90. Y ahora se le acusa de quebrantar la ley internacional, de ignorar la integridad territorial de Georgia.
Podríamos remitirnos a un texto crucial: el Acta Final de Helsinki, de 1975. En ese documento se expresa que «todos los Estados participantes (todos los europeos, con excepción de Albania) consideran que sus fronteras podrán ser modificadas, de conformidad con el Derecho Internacional, por medios pacíficos y por acuerdo». Y añade que se respetará «la integridad territorial de cada uno de los Estados participantes».
Saboreada la letra, se entiende que, una vez alcanzado el consenso a lo interno de un país, sí se pueden modificar sus fronteras. Así ocurrió, por ejemplo, en Checoslovaquia, donde las autoridades checas y eslovacas convinieron en dividir el territorio en dos países diferentes. Y solo después llegaron los reconocimientos internacionales.
En el caso de Georgia, sabemos que no hay ningún acuerdo entre Tiflis y las dos repúblicas autónomas. Estas, sencillamente, quisieron separarse, y lo hicieron, y Rusia las reconoció.
Sucede que lo que no dicta el papel, lo dicta la práctica. El ejemplo de Kosovo ha sido el más reciente: Moscú advirtió que admitir el desgarramiento de Serbia, en violación incluso de la resolución 1244 del Consejo de Seguridad de la ONU, sería un precedente fatal para otros casos. Pero en la Unión Europea le llovieron los reconocimientos al nuevo «país», si bien España, Grecia, Chipre y otros se opusieron. No hay que explayarse mucho en decir que EE.UU. fue de los que más empujó, cuando su presidente dijo que el problema kosovar ya se prolongaba «demasiado tiempo» (aunque mucho menos que la cuestión palestina, y nadie en Washington se ha irritado).
¿No constituyó esto una violación del Acta de Helsinki? Que se sepa, no hubo jamás un acuerdo entre albanokosovares y serbios, sino que los primeros impusieron a los segundos la partición del territorio. Ni se tuvo en cuenta tampoco la integridad territorial de Serbia, que perdió una región considerada como la cuna de su cultura e identidad nacional.
Fue el mismo modo de proceder empleado a principios de los 90. Croacia y Eslovenia quisieron independizarse, sin que mediara un diálogo y un consenso con el resto de la Federación Yugoslava, y fueron reconocidos inmediatamente por la Comunidad Europea. Bosnia-Herzegovina entró en el mismo saco. Y así, sin muchos contratiempos, los preceptos de Helsinki fueron echados al cajón de los trastos. De aquel país modelo de convivencia, no quedó ni la sombra.
Ahora, quienes lanzaron el bumerán de la irresponsabilidad, se asombran de que a su retorno los golpee en la cabeza. (¡Toc!) «¡Ay!». Pero, ¿no fueron ellos quienes lo echaron a volar?