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Doscientos años de Plácido

Autor:

Juventud Rebelde

Si El Cucalambé es el único poeta cubano que logra una verdadera transustanciación con el pueblo, al quedar abolida toda frontera entre lo que escribió y lo que se le atribuye, Plácido es, junto con Heredia, el primero que llega a ser gustado por cultos y no cultos, pues unía, decía Lezama Lima, la espontaneidad a un refinamiento cuya esencia es constante aunque desconocida. Precisaba Lezama: «Fue la alegría de la casa, de la fiesta, de la guitarra y de la noche melancólica. Tenía la llave que abría la puerta de lo fiestero y aéreo».

Las ediciones de sus versos superaron en número a las de Heredia y fue el poeta cubano más divulgado en el siglo XIX. Cultivó, por encargo, la poesía de ocasión y sus improvisaciones conforman en lo esencial el grueso de su obra. No era raro que en fiestas y saraos, en los que su presencia era solicitada, le dieran una frase para que a partir de ella improvisara el poema, que le salía con facilidad pasmosa. Cintio Vitier lo define como un juglar. Fue también un cronista. Hay naturalidad y limpidez en muchos de sus versos, incluso los más ocasionales. Primor y agradable espontaneidad en sus letrillas. Sus sonetos eróticos, sobre todo el titulado A una ingrata, revelan una rara calidad. Compuso odas de pura resonancia. Sus romances denotan su cubanía...

El crítico español Marcelino Menéndez Pelayo, que pasa por alto o no puede apreciar la travesura genuinamente criolla de Plácido, no es remiso, sin embargo, al elogio. Expresó:

«Quien escribió el magistral y primoroso romance Jicotencal, que Góngora no desdeñaría entre los suyos, el bello soneto descriptivo La muerte de Gessler, la graciosa letrilla La flor de la caña y la inspirada plegaria que iba recitando camino del patíbulo, no necesita ser mulato ni haber sido fusilado para que la posteridad lo recuerde». Es cierto, pero como dice Cintio Vitier, nosotros también lo recordamos como el mulato fusilado por la estupidez del colonialismo español y el racismo de todos los tiempos.

Plácido llegó a ser un hombre muy conocido y apreciado en la sociedad matancera. Gente de todas las clases sociales le pedían que animara sus festejos y diversiones. Esa popularidad fue la causa de su desgracia. Las autoridades españolas lo Consideraron capaz de encabezar una de las reales o supuestas conspiraciones de negros y mulatos que conmovían a la Isla hacia 1840. Lo incluyeron en una de estas. La llamada Conspiración de La Escalera. Fue puesto en prisión y, aunque las acusaciones no se probaron, lo condenaron a muerte. Murió fusilado en la ciudad de Matanzas, en 1844.

Una biografía

Plácido nació en La Habana, en una casa de la calle Bernaza, frente a lo que es hoy La Moderna Poesía, el 18 de marzo de 1809. Hijo de la bailarina española, natural de Burgos, Concepción Vázquez, y del peluquero mulato Diego Ferrer Matoso. Se habían conocido en el Teatro Principal, donde ambos trabajaban. Quiso la madre que el nacimiento del niño pasara en secreto y no demoró en deshacerse de él, al abandonarlo en la Casa Cuna de la calle Muralla esquina a Oficios. Tuvo, sin embargo, el gesto de darle su nombre, pues en una nota que acompañaba al tierno infante y en la que se consignaba su fecha de nacimiento, se decía que se llamaba Gabriel de la Concepción. Lo bautizaron el mismo día de su ingreso en la Casa Cuna y por decisión oculta o declarada del padre, lo registraron como Diego Gabriel de la Concepción y se le dio el apellido Valdés, obligatorio para los niños expósitos. Su padrino sería el farmacéutico Plácido Fuentes y de él tomaría el poeta el seudónimo que lo hizo célebre, aunque otros afirman que lo tomó de la novela Plácido y Blanca, de la condesa de Genlis.

Poco se sabe acerca de los amores entre el peluquero y la bailarina. Ella hizo dinero con el baile, y aunque mantuvo relaciones con el hijo, obligado a tratarla de «señora», reprimió siempre cualquier manifestación de amor maternal y lo vio marchar al paredón de fusilamiento sin que un gesto de desesperación borrara el pasado indiferente. Expresa Plácido en su soneto Fatalidad: «Entre el materno tálamo y la cuna / El férreo juro del honor pusiste...». Leopoldo Horrego Estuch, en su libro Plácido, el poeta infortunado, dice que aparte del problema social que para una blanca entrañaba en la época tener un hijo, fruto del amor libre, por demás, con un pardo, Concepción, quien llegó a escribir poemas y publicarlos, quería todo el tiempo para dedicarlo a su arte. El peluquero, en cambio, sintió remordimiento ante el destino del muchacho y terminó sacándolo de la Casa Cuna a fin de ponerlo bajo el cuidado de su madre y hermanas.

Los recursos de la familia Ferrer Matoso eran escasos y Diego, que podía ganar hoy un quitrín en una apuesta de juego y perderlo en otra al día siguiente, era irresponsable y poco previsor. Quería al hijo, pero olvidaba a menudo los deberes que tenía para con el pequeño. Así, entre la falta de recursos familiares y la indiferencia paterna, el futuro poeta no podría ir a la escuela hasta los diez años de edad, precisamente cuando el peluquero salió de Cuba para establecerse en México. Estudió Plácido en varias escuelas, entre esas el Colegio de Belén, que en su sección de pobres admitía a niños negros y mulatos, y sorprendía a los maestros por su vivacidad y clara inteligencia, mientras que su simpatía le ganaba el afecto de todos, si bien su disciplina dejaba mucho que desear. Llegó a ser un nadador hábil y atrevido.

Solo pudo asistir a la escuela durante dos años. A los 12, cuando ya improvisaba con facilidad décimas y cuartetas, comenzó a trabajar en una carpintería. Pasó después, como aprendiz, al taller del célebre pintor retratista Vicente Escobar, y más tarde a la imprenta de José Severino Boloña, donde encontró ambiente propicio para su poesía y se adiestró en el oficio de tipógrafo. Como en la imprenta no ganaba lo suficiente, decidió Plácido hacerse peinetero, empleo productivo entonces ya que en Cuba, al igual que en Andalucía, la peineta era un adorno imprescindible en la mujer. A la vuelta de pocos meses, en la platería de Misa, en la calle Dragones, se convierte en un artífice del carey, que entre sus manos se transforma en bastones de severa elegancia, peinetas de alados arabescos y delicadas pulseras.

El poeta

El peinetero es ya Plácido el poeta. En su mesa de la platería, al lado de sus herramientas, tiene siempre un libro y un pedazo de papel, donde queda anotado lo que improvisa. Desde sus días en la imprenta de Boloña no solo despierta la admiración de los que lo escuchan improvisar, sino que, a petición de amigos y compañeros, escribe sonetos y cuartetas que luego se copian con profusión y pasan de mano en mano.

En 1836 se traslada a Matanzas, donde trabaja como redactor del periódico La Aurora. Le encargan la sección poética, muy importante en aquellos años, y tiene la obligación de publicar un poema en cada número del periódico. Le pagan 25 pesos mensuales, pero Plácido redondea sus entradas con los versos de ocasión que escribe con temas de bodas, cumpleaños y bautizos y que vende a los interesados. Se dice que llegó a cobrar varias onzas de oro por algunas de sus poesías elogiosas. Las presentaba impresas en seda, enmarcadas en dorado y con filigranas y viñetas muy del gusto de la época. Y no era raro que algún sujeto enamorado le pidiera, y pagara, un poema que luego hacía pasar como suyo a los ojos de la amada.

Muchos criticaron a Plácido que comercializara sus composiciones, y durante años se afirmó que José Jacinto Milanés se inspiró en él para escribir El poeta envilecido, un sujeto que después de haber deleitado con sus improvisaciones a los asistentes a una fiesta recibía la recompensa de compartir las sobras del banquete con el perro de la casa. No es cierto. Milanés siempre se refirió a Plácido con respeto y admiración y el poema en cuestión, abstracto o alegórico, se escribió sin pensar en una persona determinada. Así lo afirmó por escrito, en 1880, Federico Milanés, hermano de José Jacinto. Casi 90 años después Cintio Vitier se alegraba de poder rectificar error tan difundido porque «Plácido, desde Del Monte hasta Sanguily, fue maltratado por la crítica, y porque de ese modo se salva de la tacha de injusto a Milanés«, tan alabado por Plácido por otra parte.

En 1836 publica su primer libro, Poesías. Cuatro años después da a conocer El veguero, cuaderno que agrupa letrillas y epigramas. En 1834 había colaborado, con su poema La siempreviva, en la Aureola Poética que se dedicó al poeta español Francisco Martínez de la Rosa. Este, que es además ministro de la Corona, de acuerdo con otro poeta, Juan Nicasio Gallego, invita al cubano a trasladarse a España. Plácido se niega. Necesita de su propio paisaje.

Acerca de su poesía, escribió Lezama Lima: «Plácido incorpora a nuestra poesía la gracia juglaresca. Nuestra poesía salía de la pesantez del neoclasicismo para entrar en los excesos del romanticismo, entonces fue cuando llegó la gracia sonriente y el aire amable de Plácido. Es innegable que en su verbo poético se expresan muchas de las condiciones de nuestra naturaleza, transparencia, juego de agua, enlaces finos y sutiles. Raro será el poema, aun en los más ocasionales, en que no se encuentre un giro gracioso, una metáfora airada y como la misteriosa penetración de los cuatro elementos de nuestra raíz... Forma parte de nuestra naturaleza, es fino, sensual, medido. Tiene algo de los finos valles de las provincias occidentales...».

Fusilado

En Matanzas contrae matrimonio el poeta con María Gila Morales. Había tenido una novia, Fela, que murió en 1833, durante la epidemia de cólera en La Habana. Radicado ya en tierras yumurinas, hace escasas visitas a la capital de la Isla, donde se aloja siempre en casa de su madre. En busca de mejores posibilidades de trabajo, se traslada, en compañía de su esposa, a Santa Clara. Está en Trinidad en 1843. Allí, el 1ro. de abril, mediante un anónimo lleno de faltas de ortografía y dirigido al Gobernador Político de Las Villas, documento que Horrego Estuch reprodujo en su libro citado, se le implica en una conspiración de pardos y morenos, que, al decir de quien lo escribe, estallaría muy pronto en varias de las localidades del territorio. Ofrece el remitente del anónimo los nombres de los supuestos conspiradores y advierte que Plácido llegó a Santa Clara para hacer contacto con los rebeldes locales y organizarlos. Parece estar bien informado el soplón. Menciona al cabecilla del complot y dice que esconde en su casa 14 arrobas de balas, pólvora, mechas y fusiles. No solo revela el informante nombres y detalles, sino que hace indicaciones al Gobernador acerca de cómo debe reprimirse a los involucrados y le pide que con los negros y mulatos de la zona, aunque no estén en la conspiración, se muestre también inflexible y haga que se cumpla la disposición que les prohíbe reunirse y andar por la calle a ciertas horas.

Ese anónimo costó a Plácido seis meses de encierro en Trinidad. Un documento suscrito en esa ciudad el 15 de noviembre de 1843, hace constar que se había depurado la inocencia del poeta y que había sido absuelto en el proceso que se le siguió en el tribunal de la Comisión Militar. No obstante, advierte el informe, «sería conveniente que la autoridad territorial donde fuese a residir dicho individuo estuviera al tanto de su comportamiento y le exigiera que en el término de 15 días se ocupara útilmente». Es desfavorable la opinión que tienen sobre él las autoridades trinitarias: «Su conducta durante el tiempo que aquí ha permanecido en libertad... es bastante mala: no se le ha conocido ocupación alguna; es hombre sospechoso y... perjudicial su permanencia en la Isla».

Ese informe selló su suerte. Meses después fue acusado de formar parte de la llamada Conspiración de La Escalera. No escapó esta vez a su suerte. Junto a diez acusados más lo fusilaron en el amanecer del 28 de junio de 1844.

Poco antes hizo su testamento. Era tan pobre que dejó solo «memoria» para la gente que quería y los poetas que admiraba. Escribió también, durante sus últimas horas, algunos poemas, entre estos Adiós a mi lira, Plegaria a Dios y uno que dedicó a su madre. El mismo poeta pudo entregar esos manuscritos a su esposa.

Unas 20 mil personas contemplaron el espectáculo horrendo de aquel fusilamiento. Los esclavos de los lugares cercanos fueron llevados para que les sirviera de escarmiento, pero muchos acudieron movidos por la curiosidad morbosa de ver ejecutar al poeta. Plácido, que no se cansó de proclamar su inocencia en los interrogatorios, recitaba con voz clara su Plegaria... mientras avanzaba hacia la muerte. Un redoble de tambores ahogó su palabra vibrante y ante los condenados se formó un pelotón de 44 soldados con sus jefes. Cuatro soldados para cada uno de los sentenciados. Dos les dispararían a la cabeza y dos, al pecho. Y un sacerdote para cada supliciado. Rezaron el Credo los curas y los reos y aun tuvo Plácido fuerza suficiente para gritar que emplazaba ante el juicio de Dios a sus verdugos y fiscales, y los mencionó por sus nombres. Se dio la orden de fuego. «Adiós, patria querida...», exclamó. Pero la primera descarga, al alcanzarlo solo en el hombro, lo dejó con vida. A una nueva orden se aprestaron cuatro soldados. Una nueva descarga y voló despedazada su cabeza.

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