El Pentágono no tiene quejas de ningún tipo. Los congresistas estadounidenses llegaron a un acuerdo sobre la deuda permitida al Estado —suspende su límite por dos años—, y el gasto aprobado para la defensa asciende a 738 000 millones de dólares en el año fiscal 2020; para el 2021 será aún mayor la cifra.
Por supuesto, los funcionarios de Defensa están «trabajando» al Senado para que apruebe un paquete de gastos masivos similar, de manera que se garantice esa cifra certificada por la Cámara de Representantes, lo que haría que Mark Esper, el nuevo secretario de Defensa designado recientemente por Donald Trump, entre por la puerta ancha.
Fue Esper quien dijo «sin queja», cuando se le preguntó sobre la decisión, y al parecer estaba muy feliz cuando apuntó: «738 es un buen número», a lo que añadió: «esas cosas nos permiten planificar y hacer un uso más eficiente de nuestros dólares. Así que estoy bien con esos dólares».
Según medios locales, el mandatario firmará cuando le llegue el acuerdo multimillonario para que pueda decir que Estados Unidos es el país más poderoso del mundo en el ámbito militar.
La sonrisa de satisfacción la valida el hecho de que, en marzo, el Pentágono había solicitado un presupuesto de 718 000 millones de dólares, el cual ya incrementaba en 33 000 millones lo aprobado para el año fiscal 2019 que está corriendo hasta el 1ro. de septiembre, y ahora le dan mucho más.
Pocos dudan hoy de que el Senado no apruebe la cifra, aunque de ocurrir alguna divergencia, tendrían ambas cámaras hasta el 1ro. de octubre para negociar una nueva propuesta con la Casa Blanca trumpiana, que ha dejado claro su propensión a invertir por la fuerza, por tanto, la inseguridad se entroniza en el mundo.
Para justificar tamaña erogación que, además de improductiva, lleva a la destrucción en las múltiples guerras en las que Estados Unidos está comprometido abiertamente o de manera encubierta, las audiencias en el Capitolio, las declaraciones de los principales funcionarios de la Casa Blanca y del gabinete de Trump, y el apuntalamiento de los medios han denostado contra los Estados que «amenazan» la seguridad estadounidense.
En esa puesta en escena, los malos de la película los ponen Rusia, China, Irán, la República Popular Democrática de Corea, Venezuela, Cuba, Nicaragua, y todo aquel que no se pliegue a las decisiones de Washington, por lo que estos países son registrados como parte del «terrorismo» internacional.
Las sonrisas amplias en el Pentágono se multiplican en quienes comparten con los uniformados las filas del complejo militar industrial.
Estados Unidos no es solamente el que más gastos militares aporta al mundo, también es el primer productor de armas del planeta, por supuesto el mayor consumidor de armamentos y el primer exportador. Cuando le echa gasolina al fuego, es decir aumenta su presupuesto, lleva a que otros tengan una respuesta similar para tratar de lograr un «equilibrio», no por las negociaciones, los acuerdos, la búsqueda de soluciones diplomáticas a los conflictos, sino exacerbarlos con una mayor musculatura bélica. Estamos, no hay duda, ante una nueva carrera armamentista.
No es en vano citar un artículo que el periodista y analista militar Andrew Cockburn publicara en la revista Harper’s bajo el titulo «El virus industrial-militar: Cómo los presupuestos inflados de defensa destruyen nuestras fuerzas armadas».
Concretamente, señalaba el proceso que permite a los contratistas de defensa estadounidenses prosperar: «Si entendemos que el complejo militar industrial existe únicamente para mantenerse y crecer, resulta más sencillo dar sentido a la corrupción, la mala gestión y la guerra, y entender por qué, a pesar de las advertencias sobre supuestas amenazas, seguimos estando, en realidad, tan mal defendidos».
Utilizando la ironía, agregaba Cockburn: «La belleza del sistema reside en su naturaleza autoalimentada», porque cada nuevo elemento de las fuerzas armadas cuesta hasta varias veces más que su predecesor y, con frecuencia, es peor o presenta deficiencias que luego se arreglan por costo adicional. Los plazos incumplidos y posteriores reparaciones inflan aún más los precios, lo que se traduce en el «mayor presupuesto desde la Segunda Guerra Mundial».
La mesa está servida y el manjar es suculento: 738 000 millones de dólares y sin límite para gastos adicionales.