Causadas por la acción voluntaria o no del hombre, las catástrofes asociadas a las nuevas tecnologías también son una amenaza latente para la cual hay que prepararse
Apenas habían transcurrido 15 minutos después de la medianoche del 26 de septiembre de 1983, cuando en el búnker Serpujov-15, el centro de mando de la inteligencia militar soviética desde donde se coordinaba la defensa aeroespacial rusa, cundió el pánico.
El radar avisó que un misil balístico intercontinental con ojiva nuclear lanzado desde Estados Unidos apenas en 20 minutos alcanzaría a Moscú, en lo que probablemente era el comienzo de la tan temida Tercera Guerra Mundial.
El teniente coronel Stanislav Yevgráfovich Petrov, de amplia experiencia militar, estaba al mando del búnker y a él le correspondía tomar una decisión crucial: según el protocolo dictado de antemano, debía ordenar un ataque de respuesta y después informar a sus superiores.
A pesar de ello, Petrov pidió a sus subordinados calma y esperar para confirmar bien lo que pasaba. Solo segundos después el radar indicó que un segundo misil norteamericano se dirigía a Moscú, y en apenas instantes que un tercero, un cuarto y un quinto.
Aun así, el teniente coronel ruso se resistió a ordenar el ataque de respuesta. Su intuición era muy simple: si realmente Estados Unidos había iniciado una guerra nuclear, por qué lo hacía solo con «cinco» misiles.
Pero el contexto no era nada fácil. Solo tres semanas antes, la Unión Soviética había derribado el vuelo 007 de Korean Air, un avión de pasajeros coreano que había invadido su espacio aéreo sin identificarse correctamente.
La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en represalia organizó un gigantesco ejercicio militar que incluía «por casualidad» un simulacro de ataque nuclear a gran escala contra la Unión Soviética y los países del entonces campo socialista de Europa del Este.
Quizá muchas personas que hoy se pasean por Fryazino, pequeña ciudad de Rusia donde reside Petrov, retirado por no haber cumplido con su «deber» de atacar en respuesta, no sepan que este sencillo hombre salvó al mundo de una deflagración de incalculables consecuencias.
El hecho se mantuvo oculto hasta 1998, incluso después de la desaparición de la Unión Soviética. Petrov, desde entonces, ha sido reconocido en varias ocasiones, incluso por Naciones Unidas. Sin embargo, todavía cree que no hizo nada «especial» y solamente confió en su sexto sentido, que le decía que podía tratarse de un error de los equipos.
En efecto, el incidente —que pasó a la historia con el nombre de Equinoccio de Otoño— fue una falsa alarma causada por una rara conjunción astronómica entre la Tierra, el Sol y el satélite OKO, encargado de la alerta temprana de ataques nucleares, al que un error en su programación le hizo confundir con misiles lo que en realidad eran reflexiones de luz solar sobre las nubes.
En tiempos de cambio climático, terremotos de grandes magnitudes, sequías y otros desastres naturales, no se puede perder de vista que también los cataclismos tecnológicos han aumentado, sobre todo como resultado de la producción, almacenamiento, traslado y uso de un número mayor de nuevas sustancias, pero también por la generalización de nuevas tecnologías y el papel de estas en el control de muchas acciones cotidianas.
Estos desastres tecnológicos, concepto en el cual se enmarcan aquellos fenómenos negativos de proporciones mayúsculas causados de forma voluntaria o no, cobran miles de vidas y ocasionan cuantiosas pérdidas materiales.
Ejemplos de ello son los accidentes catastróficos del transporte, el escape de sustancias peligrosas, explosiones de gran magnitud, derrames de hidrocarburos, incendios de grandes proporciones en instalaciones industriales y edificaciones sociales, entre otros.
Con el desarrollo de la informática y las nuevas tecnologías de las comunicaciones, los efectos de fallas en estos sistemas también han entrado por la puerta tristemente célebre de los grandes desastres.
A veces fenómenos cotidianos como la pérdida de información por la caída de un servidor, el ataque de un programa maligno que compromete sistemas informáticos o la rotura por mala manipulación de un equipo crucial, pueden llevar a consecuencias nefastas.
En no pocas ocasiones estos «incidentes» se silencian o se minimiza su impacto; e incluso ni siquiera se contabilizan los daños que puedan haber causado, práctica esta última a la cual no son ajenas entidades cubanas, que pocas veces tienen considerados dentro de sus aspectos negativos las consecuencias de estos «desastres».
Las repercusiones son mucho mayores si hablamos de equipos o tecnologías que controlan procesos vitales para la vida humana, como la navegación aérea o marítima; el abasto de electricidad, agua, gas natural; la extracción petrolera; o grandes bases de datos que almacenan información bancaria, de salud, policial o tributaria.
Sería interesante saber cuánto cuesta al país, por ejemplo, la caída —con cierta frecuencia— de las redes de cajeros automáticos, que ocasionan retrasos a las personas o dejan sin posibles clientes a no pocas tiendas.
La lista de fenómenos como el anterior sería interminable si nos remontamos a contabilizar los errores de facturación en muchos servicios, los fallos en los sistemas informáticos que controlan la distribución de gas, electricidad, agua… o la aparentemente inocua congestión de las redes de transmisión de datos y las telefónicas.
No todos ocurren, por supuesto, como consecuencia de «fallos». También puede influir la falta de infraestructura, equipamiento, software y hasta de personal preparado. Tampoco todos los problemas son predecibles… aunque como ocurre ante otros desastres, como los naturales, la mejor forma de minimizar los daños es prepararse para evitarlos o enfrentar sus consecuencias con la mayor celeridad.
La historia de los desastres tecnológicos que en los últimos años ha afrontado la Humanidad daría para hacer innumerables libros y películas.
Baste citar algunos de los más comentados, como el error de programación en una sola línea de código en el sistema que controlaba las llamadas telefónicas en Estados Unidos, el cual propició que en un solo día de 1990 más de 75 millones de líneas telefónicas se interrumpieran.
En los récords habría que incluir la «autoexplosión» en 1996 del cohete Ariane 5 de la Agencia Espacial Europea, un proyecto que había costado más de 500 millones de dólares, y que se autodestruyó a sí mismo a pocos segundos del despegue, cuando el software que controlaba el vuelo del cohete —según arrojó una investigación de la revista New York Times— trató de usar «un número de 64 bits en un espacio de 16 bits».
Más incomprensible, para emplear un término amable, es lo que sucedió en 1998 con el proyecto de sonda marciana, la Mars Polar Lander, que voló muy bajo y se precipitó sobre el suelo de Marte, simplemente porque uno de los subcontratistas que diseñó el software de vuelo alrededor del planeta rojo utilizó unidades de medición diferentes a las que utilizaba la Agencia Aeroespacial de Estados Unidos para controlar la sonda.
En 2004, un error en el sistema informático que controlaba los fondos para la Agencia de Apoyo Infantil del Reino Unido (CSA) hizo que se le pagara de más a 1,9 millones de personas, mientras que a otras 700 000 las dejó sin dinero, causando un verdadero caos financiero que costó cientos de miles de libras esterlinas.
Y es útil citar el desastre tecnológico más reciente, el derrame petrolero en el Golfo de México, cuyas consecuencias para la economía, la vida humana y la naturaleza se consideran ya catastróficas, y donde todo apunta a que una falla en un equipo mal manipulado causó el que ya es considerado por muchos como el peor desastre ecológico que ha sufrido Estados Unidos.