En cierto momento de la historia de la humanidad, la moda impuesta por la realeza hizo que fuera tendencia cierto tinte letal de color verde
La modernidad y la vida en entornos citadinos pueden hacer que muchos añoren la vegetación, símbolo de la naturaleza. El color verde, predominante de esos ambientes, se asocia con estados de tranquilidad, esperanza y salud.
Contrario a este simbolismo, en una etapa de la historia de la humanidad ―finales del siglo XIX y comienzos del XX― el color verde adquirió otro significado: fue directamente relacionado con la malicia, la toxicidad y hasta la muerte.
De ese momento civilizatorio se evoca con cierta frecuencia a un médico que ayudó a revelar cómo algunas muertes que acontecieron en el siglo XIX se relacionaron con el veneno oculto en ciertos tintes verdes que por entonces andaban en boga.
El 3 de abril de 1862, un albañil llamado Richard Turner y su esposa sufrían gran desasosiego: por gestión de un conocido, ese día recibían en su hogar, ubicado en Limehouse (vecindario a las orillas del río Támesis, al este de Londres, Inglaterra), al doctor Thomas Orton, quien hacía la visita para ofrecer atención médica a Ann Amelia, una de las hijas de los esposos Turner.
La preocupación de aquellos padres estaba acentuada por haber experimentado, hacía muy poco tiempo, la muerte abrupta de los tres hermanos de Ann Amelia. Se había dictaminado por otro médico que la causa de esos fallecimientos era la difteria, una afección sumamente contagiosa y muy usual en Londres durante aquella época.
Según las notas del doctor Orton, al llegar a la casa de los Turner había encontrado a Ann Amelia «sufriendo de postración extrema», desesperada por los dolores e incapaz de tragar. Aquello era un cuadro clínico compatible con la difteria.
En el pensamiento clínico del respetado médico, sin embargo, algo le hacía dudar del diagnóstico: ninguno de los vecinos colindantes contrajo la enfermedad, y los niños fallecidos no respondieron a las terapias disponibles contra la difteria.
Antes de dejar Limehouse, el doctor hizo lo que pudo para que Ann Amelia se sintiera cómoda y empezó a tomar notas sobre las condiciones de vida de la familia. Examinó la higiene y el abasto de agua de la barriada sin encontrarse con algo considerado como nocivo para la salud; señaló que la casa de los Turner estaba abarrotada de ornamentos y cortinas, pero limpia y ventilada.
Solo hubo un elemento que causó inquietud al médico: el dormitorio de los Turner tenía un empapelado con un llamativo color verde. Durante años Orton había asistido a discusiones en grupos médicos donde se hipotetizaba sobre cómo el papel del tapiz podía matar.
Al mes, Ann Amelia falleció, y Orton pidió consentimiento para realizar una autopsia. Días después, el doctor Letheby, un químico de renombre en el Hospital de Londres, analizó muestras de tejido y planteó una nueva causa de muerte: envenenamiento por arsénico.
El pavor por la difteria dio paso a otro cuando la prensa londinense publicó la teoría de Orton y Letheby: «Las pinturas hechas de arsénico y utilizadas para colorear el papel tapiz causaban muertes en Limehouse».
Posteriormente, una observación más profunda permitió advertir al galeno que al igual que el papel tapiz, las alfombras, las cortinas y los muebles del hogar de los Turner acompañaban el gusto por la decoración en un tono conocido como «verde de París».
Hay quien ha apodado al siglo XIX como «el siglo del arsénico». Este criterio se basa en el hecho de que en este tiempo se vivió un aumento del uso de esta sustancia en la industria para fabricar bienes de consumo. Por entonces, muchos colorantes baratos que poseían tonos vivos contenían arsénico.
Uno de esos colores adquirió su mayor esplendor entre la nobleza después que en una noche de 1864 la emperatriz Eugenia asistiera a la Ópera de París vistiendo un vestido con un color verde muy vivo.
A ese tono se le conoció como verde de París ―eventualmente se le llamaba verde esmeralda, verde Schweinfurt o verde Viena―, y llegó a ser la tendencia, no solo en las prendas, sino también engalanando paredes.
Como el plástico en la modernidad, el uso de este color llegó a ser omnipresente en países como Francia, Inglaterra y Estados Unidos, naciones que cayeron rendidas ante la tonalidad y por ese encantamiento olvidaron los riesgos.
El verde de París fue creación de químicos, quienes descubrieron que mezclar cobre con arsénico (acetoarsenita de cobre) daba por resultado un tinte más brillante y duradero que otros verdes. Su fabricación comenzó en 1814 y pronto se comenzó a imprimir con él en papel y tela. Incluso se empleó para colorear dulces y fue muy usado por pintores famosos como Monet, Renoir, Gauguin, Cézanne y Van Gogh.
A fines del siglo XIX, en Estados Unidos, cerca del 65 por ciento de todo el papel tapiz contenía arsénico, que se liberaba lentamente en el aire, y recalaba en la comida y en las manos de las personas, las cuales enfermaban y a veces hasta morían.
Así, aunque estos colores mortíferos siguieron estando de moda, cada vez salían más a la luz historias de muertes relacionadas con el arsénico, el público cada día se aterraba más y demandaba menos vestidos y papeles pintados de ese verde, por lo que la producción del pigmento se detuvo en muchos lugares.
Por suerte para nosotros, hoy los verdes a base de arsénico son cosa del pasado lejano. A partir de los años 80 y 90 del siglo XX ese tono comenzó a ser visto otra vez como un color favorable, sobre todo para el movimiento ambientalista: una encarnación de la vida, la serenidad y el encantamiento, sin el veneno de antaño.