No es la primera vez que el planeta se ve agredido por enemigos aparentemente invisibles. En cada momento la especie humana ha sabido encontrar la «receta» para seguir adelante
Desde que los seres humanos irrumpieron sobre la epidermis del planeta, se vieron agredidos periódicamente por mortíferas enfermedades. Ellos solían darles variopintos motivos, incluyendo los castigos impuestos por cualquier deidad.
Un caso fue la epidemia que asoló Atenas en el año 430 AdC. Sobrevino en plena guerra del Peloponeso y le dio un giro al conflicto en favor de Esparta. Hizo estragos entre los soldados atenienses y sus mejores generales, entre ellos Pericles (495-429), muerto junto a varios de sus hijos legítimos.
El mito imputa el suplicio a la diosa Hera, quien lo provocó en venganza por la infidelidad de su esposo Zeus. Tucídides (460-¿396? AdC), historiador de la ciudad-Estado, lo aclara desde perspectivas terrenales en La historia de la guerra del Peloponeso: la enfermedad se originó en Etiopía y llegó a Grecia luego de atravesar Egipto y Libia. Causó unas 300 000 víctimas.
A partir de entonces la humanidad ha enfrentado numerosas epidemias y pandemias. La Organización Mundial de la Salud (OMS), por cierto, establece diferencias entre una y otra. Define la primera como «una enfermedad que se propaga y se mantiene en el almanaque, con aumento del número en un área geográfica». En tanto, considera la segunda a «la epidemia que afecte a más de un continente y que los casos de cada país ya no sean importados, sino provocados por trasmisión comunitaria».
Entre las pandemias más devastadoras de la historia sobresale la plaga de Justiniano, que provocó decenas de millones de muertes en el siglo VI de nuestra era.
Constantinopla —actualmente Estambul—, capital del Imperio Bizantino (o Romano de Oriente), se convirtió en uno de los focos principales de la enfermedad, originada por las ratas que llegaban en embarcaciones mercantes salidas de Eurasia. Esos roedores trasmitían, mediante pulgas, la peste bubónica, la cual contagió hasta al mismísimo emperador Justiniano I (483-565), quien logró sobrevivir y, de algún modo, dar nombre a esta hecatombe sanitaria.
Muchos años después, entre 1347 y 1351, la temida pandemia volvería a trasladarse, con más fuerza y con el nombre de «peste negra», a Europa, donde exterminó a unos 200 millones de seres humanos. Entre ellos figuró Alfonso XI de Castilla (1311-1350), fallecido cuando sitiaba Gibraltar.
Esta tuvo varios rebrotes a lo largo de la historia, como el de Londres, en 1665, que arruinó la ciudad. Al respecto, el diarista inglés Samuel Pepys (1633-1703) escribió con dolor: «¡Dios mío, cuán vacías y melancólicas están las calles! Tanta gente pobre enferma llena de llagas; tantas historias tristes que escuchas al pasar, de alguien muerto, otro enfermo; no hay botes en el río y el pasto crece descuidado en el palacio de Whitehall».
En ese momento, surgieron los más increíbles remedios, algunos mencionados en Diario del año de la peste, novela de vuelo periodístico de Daniel Defoe (1660-1731). Desde la ignorancia se aconsejaban increíbles recetas: presionar un pollo desplumado contra las llagas hasta que el animal muriera, escribir las letras de «abracadabra» en un triángulo, conseguir una pata de conejo o un sapo seco, además de fumar tabaco. Pero, según crónicas de la época, el mal se controló con la cremación de enormes cantidades de ratas, pulgas y cadáveres infectados.
Con el paso del reloj la ciencia pudo llegar a la verdad: la bacteria Yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y otros roedores, era la causante del mal. Los síntomas eran escalofríos, náuseas, sed, sangramiento, fiebre alta, agotamiento, manchas en la piel y abultamientos de los ganglios, que a veces llegaban a reventarse.
También fue implacable la «tercera peste», originada en Yunnan, China, en 1855 y que se extendió durante años. Según los historiadores, se expandió en buena parte del mundo, aunque más del 80 por ciento de las víctimas fatales fueron de la India, donde dejó casi 10 millones de decesos.
Aterró a la humanidad durante siglos y mató a millones de personas. Hablamos de la viruela, que ayudó a los conquistadores europeos a adueñarse del llamado Nuevo Mundo.
Tal vez el ejemplo más fehaciente sea el de la caída de la capital azteca, Tenochtitlan, a manos de los españoles. En 1520 Hernán Cortés (1485-1547) y sus hombres habían sido derrotados por el tlatoani Cuitláhuac (1456-1520), pero precisamente la viruela liquidó al bravo guerrero y a miles de aztecas —que más tarde llegaron a ser millones—, un hecho que abrió las puertas a los agresores.
La población originaria carecía de un sistema inmunológico preparado para combatirla, por lo que la mayor parte de nuestros aborígenes —incas, mayas, aztecas, tayronas…— pereció contagiada.
El último caso de la enfermedad se reportó en 1978 y eso llevó a la OMS, después de una campaña global de vacunación, a certificar en 1980 que estaba erradicada.
Otra pandemia pavorosa fue la gripe de 1918, caprichosamente conocida como «gripe española», pues ni siquiera se originó en España. Por su corta duración, se la tiene como la más letal de todas. Surgió en Estados Unidos y, con el traslado de sus tropas de apoyo a los aliados en la Primera Guerra Mundial, llegó a Europa. Causada por el virus Influenza A del subtipo H1N1, en 18 meses infectó a la tercera parte de la población del planeta y dejó, según estimados, 40 000 000 de cadáveres, un número superior al de aquel conflicto armado. Entre ellos se contó el del presidente de Brasil Francisco Rodrígues Alves (1848-1919).
Los síntomas de aquella dolencia iban desde las pupilas dilatas y la fiebre alta hasta el cansancio extremo. Uno de los remedios para combatirla consistió en emplear transfusiones de sangre de personas recuperadas, aunque con el tiempo aparecieron las vacunas.
El SIDA asusta de solo mencionarlo. Se reconoció por primera vez en 1981, en Estados Unidos. En el propio año, su causa fue atribuida al Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH). El origen de esta enfermedad de transmisión sexual, causante de unos 25 millones de defunciones, se vincula con algún contacto humano con simios de África. Afecta el sistema inmunológico y favorece las infecciones oportunistas.
Los científicos parecen estar cada día más cerca de una cura definitiva, si bien es cierto que hoy fármacos antirretrovirales ayudan a atenuar sobremanera sus efectos.
La viruela, que diezmó la población originaria de Cuba hace 500 años, no fue la única enfermedad «traída» de otros lares.
En 1649, procedente de Yucatán, llegó la fiebre amarilla, como apuntan los doctores Letier Pérez Ortiz y Ramón Madrigal Lomba en la Revista Médica Electrónica (2010). Provocaba fiebre, dolor de cabeza, arritmias, delirio y hasta vómitos con sangre, entre otros síntomas.
Miles de cubanos y españoles murieron golpeados en los campos de batalla o en las ciudades por esta «espada invisible», incluso después de que Carlos J. Finlay (1833-1915) descubriera en 1881 que su agente transmisor era el mosquito Aedes aegypti.
Se dio por erradicada en la primera década del siglo XX, como señala la periodista Saimí Reyes Carmona, de la Agencia Cubana de Noticias. Sin embargo, otros males como el dengue, transmitidos por el mismo insecto, no han podido eliminarse.
Otro látigo para la población cubana fue el cólera, aparecido en 1833 y que luego de cinco años acabó con más de 30 000 vidas, 9 000 de estas en La Habana, que incluyeron la del famoso pintor francés Juan Bautista Vermay de Beaumé (1784-1833), autor de los cuadros de El Templete.
El cólera se caracteriza por diarrea acuosa profusa, vómitos y entumecimiento de las piernas. Hoy se sabe que su fuente principal de transmisión es la hídirica.
Aparecería epidémicamente en dos ocasiones más: 1850-1854 y 1867-1871. En el primer período se contabilizaron 32 084 casos y 17 144 fallecidos, mientras que en el segundo hubo 7 066 defunciones.
Más cercano en el almanaque está el llamativo brote de dengue presentado en 1981. Se estima que 344 203 personas se enfermaron y de ellas contrajeron el dengue hemorrágico 10 312. Lamentablemente 101 niños y 57 adultos fallecieron.
Ahora la nación lucha contra la pandemia más grande de las últimas épocas: el coronavirus SARS-CoV-2, que origina la COVID-19, propagada en más de 180 países. Nuestros científicos, como muchos otros de todo el mundo, se enfrascan en conseguir una vacuna que nos haga inmunes a este patógeno. Pero el camino requiere paciencia; mientras llega el remedio, los mejores antídotos siguen siendo el distanciamiento social, informarse, la conciencia, la solidaridad, la disciplina y, por supuesto, la esperanza.
Fuentes: Sitio oficial de la OMS, ECURED, Portal Infomed, Cubadebate, BBC Mundo, Enciclopedia Biografías y vidas y Revista Cubana de Medicina Tropical.