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Miradas de reojo

Los cuentos que ofrecemos hoy a los lectores de El Tintero pertenecen a su libro Miradas de reojo

Autor:

Anna Lidia Vega Serova

Anna Lidia Vega Serova ganó en 1997 el premio David y al año siguiente publicó su primer libro de cuentos, Badpainting, que dio paso a otros como: Catálogo de mascota, Limpiando ventanas y espejos, Noche de ronda, Imperio doméstico, Eslabones de un tiempo muerto, El día de cada día, Adiós, cuento triste, Ánima fatua y Mirada de reojo. Además de la narrativa incursiona en la poesía y la pintura.

La mesa

La primera era enorme y fabulosa: de cristal. Quedaba justo a la altura de mis ojos. Me entretenía mirando a través de ella. Desde abajo no ofrecía refugio, pero la casa se mostraba ligeramente distorsionada. Desde arriba podía ver mis pies y mis pies no parecían míos. Estuve empecinada durante algún tiempo en observar también pegando los ojos al canto, pero solo me sumergía en un espesor verde e ilógico.

La volví a ver años después. Resultó no ser tan grande, un mueble para seis comensales, frío y liso.

Hubo otras que marcaron. La de cubierta de formica gris que compró mi madre en nuestra nueva casa al regresar a Rusia después del divorcio (éramos tan pobres, TAN pobres); mi escritorio de adolescente, siempre con un libro de ficción bajo la tabla y cuadernos escolares encima; la de mi abuela la rusa, con el hule rajado y manjares exquisitos a la hora del té; la del apartamento que alquilé, llena de piezas de barro, eternas, indestructibles; hasta llegar a la fea y redonda, de cabilla torcida y cartón tabla que uso a diario y aquella frase alentadora, Buon apetite, family que la convirtió en sinónimo de hogar.

La imagino cubierta por un mantel a cuadros con platos de cerámica encima, flores frescas, un salero y el pan de cada día. Pensarla como punto de partida, como centro del imperio doméstico...

Tengo una amiga que bota muebles. Es algo muy simpático, a medida en que los bota, le van regalando otros («la pobre, tiene la casa vacía...»). A veces se me ocurre echar al basurero mi trasto de cartón y cabilla, pero temo que comiencen a obsequiar con otros trastos por el estilo y no saber decir que no, que no necesito eso para determinar un centro, que hace mucho no compro flores y nadie me las regala, que mi salero está roto y el pan me lo como camino de la panadería, que no hay una family a la que desear el buon apetite, que a través del grosor hay un mundo verde, pegajoso, absurdo, absurdo hasta el delirio.

La silla

Hasta el día de hoy no he conocido una que me guste. Quizá un poco la de la foto que está en la pared de mi cuarto, pero no la recuerdo bien. Y, para ser sincera, no sé si me gusta por sí misma o por la niña que apoya en ella su rodilla, la niña que fui y que tampoco recuerdo.

Tengo mi sillón preferido donde me instalo cuando estoy en la sala viendo una película o recibiendo mis escasas visitas. Es una mecedora, tapizada en vinil ocre, relativamente baja y ancha. Le he tomado cariño, me resulta confortable y útil. Hay otra igual a su lado que no me gusta. Ha sido destinada a mis eventuales parejas. La verdad es que no es exactamente igual: tiene comején, un brazo zafado y un problema en el mecanismo que la hace mecerse.

Estoy pensando seriamente en deshacerme de todas y usar cojines o esteras al estilo oriental (ya te hablé de aquella amiga que bota muebles, usa una alfombra en el medio de la sala y es bonito, cómodo y original).

El sofá

Los hay que son abrazos de un oso enternecido y otros que recuerdan la sala de espera de un hospital, he visto pérfidos que aparentan ser oasis y, cuando logran seducir a la víctima, revelan su verdadera entidad virulenta. Hay ciertos modelos de los que cuesta trabajo levantarse, hay ciertos modelos en los que cuesta trabajo sentarse, hay ciertos modelos que cuesta trabajo hasta mirar.

He pasado parte de mi vida durmiendo en ellos y me puedo considerar especialista en la materia. Los más comunes son los de psicoanálisis. Los sofá–camas es preferible usarlos sin desmontar. En los pliegues entre el respaldar y el asiento de la mayoría se encuentran tesoros. Los tapizados con material sintético dan quemazón en el fondillo. Los coloniales, de madera y pajilla, dan dolor de columna. Los compartidos casi siempre indican bienestar...

A pesar de conocerlos a fondo (o precisamente por eso) pienso botar el mío en la primera oportunidad.

Ya no me resulta eficaz.

Ni atractivo.

Ni confiable.

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