Con la publicación de este cuento, la carta que para la ocasión escribiera la destacada escritora pinareña Nersys Felipe y un artículo del escritor matancero José Manuel Espino, El Tintero quiere rendir justo homenaje al centenario de Dora Alonso
Dora Alonso, (Matanzas, 1910, La Habana, 2001) Narradora, poeta, dramaturga y periodista cubana obtuvo el premio nacional de Literatura en 1988 y es una de las escritoras para niños y jóvenes más traducida y publicada en el extranjero. En Cuba es ampliamente conocida y valorada por su exquisita sensibilidad, su sencillez expresiva y sobria utilización de las emociones. Entre sus incontables premios se encuentran el Casa de las Américas, que obtuvo en dos ocasiones: primero en 1961 por su novela Tierra inerme y después en 1981 por su libro para niños El valle de la Pájara Pinta.
Más allá de sus ochenta, Sofía se envolvió en ropa oscura y adornó su blusa con un viejo broche de oro y esmalte en forma de hoja de parra.
Sofía no era tímida, pero sí muy discreta. Los años la habían alisado y quitado peso, y ella se movía como un papel arrugado que el viento arrastra: deslizándose, deteniéndose a trechos y, en ocasiones, todo seguido, en trotecillo ayudado por la sombrilla que usaba como bastón.
Con prestar oído se adivinaba que pasaba Sofía, delatada por el picoteo de la contera. Ligado al ruido se recordaban sus ojuelos vivos bajo dos pobladas cejas. El pelo siempre lo llevaba cuidadosamente arreglado: una melena blanca, sujeta por dos peinetillas que imponían un orden constante.
A pesar de su aspecto, la anciana disponía de una intensa vida interior y no parecía aburrirse en su vivienda del Cerro. Cada habitación la aposentaba como el caracol a su molusco y ella se acomodaba a todos los entrantes y salientes. A oscuras podía recorrer el caserón y pasearse por el patio, bajo el mismo frondoso tamarindo que había visto subir a volantas y coches a sus lejanas antecesoras.
La antigua familia no conoció más casa que aquella del Cerro. Los huesos de una bisabuela, sembrada por el esposo al pie del centenario árbol en un mal momento de celos, parecían retener a los de su estirpe junto a los gruesos muros de la arruinada casa quinta. Sofía era el último descendiente.
El vecindario, acostumbrado a su solitaria figurita, ya no la veía, prestara o no atención al picoteo de la sombrilla. Además, la anciana saludaba piando o musitando y acabó por dejar de ser, disolviéndose en el conjunto de la cuadra y la barriada.
En los últimos años, alrededor del olvidado cayo que resultaba Sofía, todo se había transformado llenándose de ímpetu, de novedades, ardiendo en apasionado resplandor sin que ella lo admitiera. Oculta por las begonias y los muebles de rejilla se negaba a los cambios, que abominaba.
La repentina desaparición de Águeda, una vieja sirvienta y su única compañía, dejó a Sofía en total soledad. Águeda había muerto sobre el plumero, ante un cuadro del Corazón de Jesús y, sin serlo, resultaba culpable de los extraños sucesos en que poco después se vio envuelta su sobreviviente.
Águeda, a diferencia de la otra, estaba hecha al jabón de lavar y a la humana realidad de haber parido repetidas veces, por lo que resultaba el elemento de equilibrio de la mutua relación. Venía a ser un silbato de alarma, pronta a traer a la realidad a la extraviada Sofía, entregada beatamente a las continuas visitas a la iglesia y a sus estrechas relaciones con celestes personajes.
A pesar de que Águeda desempolvaba con asiduidad altares y santos, se había sumado a la nueva vida que conmovía al país y supo de asambleas de trabajo voluntario y de cuanto levantaba un aire renovador; pero Águeda había muerto de repente, dejando abandonada a Sofía a sus masivas devociones y mucho más incomunicada que antes.
No se habían secado las flores en la tumba de la moderadora cuando Sofía tuvo la primera alucinación. Al claroscuro de las siete y media de la tarde, frente al medio punto de la saleta, en breve duermevela sobre la mecedora, vio llegar al gato caminando en dos patas, cabeza abajo, y le oyó decir claramente: —Calienta café, que viene visita.
Antes de lograr asombrarse, entró el ángel. Le costó trabajo reconocerle porque, a pesar de estar mirándolo planear cerca del techo de alto puntal con sedoso batir de alas y de que vestía amplio ropaje cogido al talle por un cíngulo rojo, en lugar de una cítara el ángel traía cruzada al pecho una guitarra eléctrica. Un seráfico mensajero de veinte años, cabellos largos hasta los hombros y bellos ojos risueños. Sus ligeras sandalias eran dos oros apagados, y contra ellas se frotó el gato tan pronto le vio descender.
Sofía cayó de rodillas y no consiguió levantarse. El radiante espíritu movió una mano, como si recogiera algo en el aire, y una fuerza desconocida la sentó de nuevo en el sillón, donde quedó estática.
Al despertar, el sol se teñía de azul a través de los cristales del rnediopunto. Sofía, con un estremecimiento, hizo memoria. Muy intranquila, se apresuraba a llamar al gato, mirándolo con desconfianza; pero el negro animalito parecía tan ajeno a locura o adivinación que la vieja se tranquilizó y ya no tuvo dudas sobre el origen onírico de lo sucedido.
Aquella noche, en su habitación, Sofía dispuso algunas flores en los búcaros del altar, prendiendo una mariposa de luz bajo una imagen de la Purísima. Hincada sobre el reclinatorio donde se había desplomado Águeda entre oleadas de polvo, besó una reliquia de familia y oró largamente. Al dar por terminados los rezos se dispuso a dormir.
Dentro de un recatado ropón subió a la cama como a un túmulo. Hacía calor en el cuarto cerrado. Parecía llegar de otro mundo el ruido de la calle: un grito de niño, el resoplido de los frenos de un ómnibus, las voces del altoparlante del Comité de zona...
Sofía bisbiseaba sus últimas oraciones de la noche cuando el cañonazo de las nueve, puntual y sordo, resonó a través de la casa como un aviso. Con la lejana detonación el gato saltó del cojín del reclinatorio, donde dormía enroscado, y caminando erguido sobre sus patas traseras fue hasta la puerta de la habitación y la abrió.
Un sabroso olor a guayaba lo inundó todo, y a Sofía se le cubrieron los dedos de sortijas. Estremecida, se hizo de papel, una delgada hoja dentro de su ancha bata. Por el lado izquierdo del pecho le saltaba algo vivo. El ángel sonreía junto al lecho. La guitarra sonó largo rato y a su son se durmió la vieja.
A partir de esa segunda visita, el mensajero de luz dejó de impresionarla y sus apariciones se hicieron habituales. A la décimoquinta, trajo de regalo una cría de unicornio. Sofía se mostró encantada con la atención y en una semana la pequeña bestezuela aprendió a seguirla y a comer pan de su mano. Al unicornio siguió una clepsidra que le sirvió bien para entretener las impacientes esperas de las apariciones.
Ya ella no dudaba del celeste linaje de su asiduo amigo. Y debe reconocérsele que, en algún momento, tuvo la idea de acudir al confesionario en busca de orientación y consejo. La detuvo el temor de una crítica a las inusitadas relaciones que colmaban su vida, y todo siguió adelante.
La intimidad entre ellos se fue acentuando con los días hasta tomar visos interesados, muy bien disimulados con las prolongadas partidas de canasta y las medias palabras.
En la espaciosa sala en penumbras, compartían muy juntos sobre el sofá los deliciosos bocados de la repostería tradicional y frescas limonadas que ella preparaba dispuesta y canturreando.
Muchos caprichos de la lejana jovencita que había sido, florecían ahora. Con pueril travesura, en ocasiones, la manita cruzada de venas y arrugas disponía en varillaje las plumas del novio y, por complacerla, el espíritu de luz solía hacer demostraciones de despegue, elevación y vuelo. Ella le seguía sonriente hasta verle aterrizar en el patio, bajo el tamarindo, donde los restos de la bisabuela impregnaban de leve dulzura los ácidos frutos del árbol.
En la intimidad de esas horas, al abrigo del follaje, se sucedían las confidencias de la pareja. Ella contaba de su niñez, de su juventud soñadora, de su firme militancia religiosa y de la difunta Águeda. Y él revelaba su procedencia del Último de los Nueve Coros, los continuos viajes en cumplimiento de misiones de la Divina Presencia y de sagrados misterios. Y al ver que su atenta oyente mostraba preocupación por su verdadera naturaleza, el ángel sabía disiparle los temores asegurando la legitimidad del encuentro, más allá de prejuicios y anticuados conceptos. Sofía suspiraba confiando en sus palabras y se dejaba convencer.
En muchos momentos ella pensaba que vivía un delicioso sueño. Cada sábado —ha-
bían acordado declararlos bailables—, la música de la radio los enlazaba al compás de sensuales danzones, cuya cadencia los envolvía... Y si por algún imprevisto fallaba la visita del seráfico prometido, Sofía, impaciente, no ocultaba sus recelos. Estallaban entonces mínimas querellas, aventando la llama de los encuentros y las despedidas.
Una noche hubo un beso. ¡Cómo lloró después Sofía, abrazada a la almohada! La idea de estar en pecado mortal la desesperaba y en vano se golpeó el pecho repetidas veces: a su pesar, sus golpes llevaban el ritmo de las cuerdas pulsadas por el enamorado. Nerviosa e irritable pegó al gato, redobló los rezos y negó pan al unicornio. —Esto debe terminar —repetía temerosa—. Terminar para siempre.
Días más tarde, luego de largas reflexiones y congojas, hizo saber al ángel su determinación.
Solo que no contaba con los fogosos veinte años del galán, incapaces de aguardar ni resignarse. Tozudo, inflamado por la drástica ruptura, desató un intolerable asedio de mañas y atrevimientos, lo que la escandalizó.
Las manos del guitarrero, en traviesos rejuegos, levantaban inesperadamente las faldas de la esquiva señorita que huía desalada sin encontrar refugio seguro. La casa no olió más a guayaba en heraldo de apariciones, sino a una mixtura desconocida y turbadora que aflojaba las rodillas de Sofía, sonrojándola. Todos los empeños y cuanto la pasión discurre se utilizaba para rendirla.
Demasiado débil para resistir por mucho tiempo aquella situación, y aconsejada por los rígidos principios de su moral, y no sin lágrimas, ella determinó elevar sus quejas a una jerarquía eclesiástica.
En largas cartas reveladoras, escritas con mano que hacía temblar la confusión, la asustada virgen garrapateó sus largas congojas, las trampas y argumentos usados contra su recato. Cómo hacía la cama y al punto se la deshacían; cómo no conseguía mantener en orden su ropa íntima y de qué modo pérfido el celestial mancebo, a la hora del baño, se le manifestaba en la bañera sin otro ropaje que sus alas cruzadas.
Del asombrado Nuncio, la denuncia fue remitida muy confidencialmente al cura párroco de la antigua barriada, con orden expresa de que, usando la mayor discreción y tacto, dejara esclarecido el lamentable asunto haciendo ver a la denunciante todo lo que de pecado, delirio y malsano extravío había en sus acusaciones.
Sofía oyó con la cabeza baja la paternal y acertada admonición. Con suaves, pero firmes razonamientos la convencieron de su error y fue invitada a una sincera y franca confesión.
Obediente y más sosegada, aceptando con agradecimiento las sensatas conclusiones del religioso consejero, que culpaba, no a ella, sino al aislamiento en que vivía desde la desaparición de Águeda y a su desbordada imaginación atizada por la ociosidad, Sofía habló largo rato y sin reservas. Refirió cada uno de sus imaginados encuentros, disputas y reconciliaciones con el espíritu celeste.
La escucharon sin interrumpirla. Acaso hicieran un conciso comentario sobre la inusitada intervención de un gato, y negro por añadidura, en la fantástica e irreverente historia; pero no hubo más. Sofía obtuvo la absolución a cambio de su formal promesa de deshacerse del gato y recurrir a la Iglesia al menor síntoma de nuevas debilidades del pensamiento.
La anciana rebosaba contento y con devoto orgullo condujo al sacerdote a su habitación, deseosa de mostrarle el cuidado altar, las sacras imágenes, la reliquia, el reclinatorio...
Asentía el párroco, satisfecho de haber sabido situar las cosas del mejor modo y en el debido lugar.
Lamentablemente en la cama de Sofía y bajo la sábana, como una realidad desconcertante, asomaba una larga, y sin duda, angélica e injustificable pluma blanca.