El cuento que presentamos a los lectores pertenece al libro Cuentos para huir de La Habana, con el que Zulema de la Rúa Fernández obtuvo el Premio Calendario 2009 de la Asociación Hermanos Saíz
Desconocía las obras de Miguel de Cervantes, pero se asomaba a la ventana con la ilusión de descubrir a lo lejos la figura de su caballero con capa y espada. Contemplaba distraída las azoteas de la ciudad, las cúspides de las iglesias, los edificios que se interponían entre ella y el horizonte. La aventura guiará al caballero andante hasta mi puerta, se decía embelesada, luego añadía: la aventura no, el amor. Yo la observaba desde mi sillón, me balanceaba lentamente, interesada en los murmullos de mi sobrina. Cuando la curiosidad hervía demasiado me le acercaba con preguntas. Pero Dulce no respondía. Hablarle a su tía de su secreto no era la solución, la salida; al parecer yo era una tía escéptica y amargada. Una tía que, pensaba Dulce, ignoraba la fuerza de los sentimientos. Pues, ¿por qué nunca me había casado? ¿Por qué nunca hablaba de mi ayer? ¿Por qué la vigilaba y la retenía en aquel cuarto cerrado? Si al menos la dejara bajar al parque… ella sería capaz de retozar en cada banco; conversaría con los pregoneros; saludaría a los transeúntes; danzaría con los niños que juegan bajo las estatuas; recorrería cada portal en busca de su caballero andante, pero siempre volvería a casa, puntual, ya en la noche. Ah, si pudiera, si tan solo su tía le permitiera asomarse a la puerta de la calle.
Estaba escrito. Su caballero la liberaría del cautiverio. En sus desidias nocturnas le había inventado rostros. Creía que la imagen de los caballeros estaba indisolublemente ligada a la libertad. Que iban por el mundo defendiendo causas justas en nombre del amor. Alguna vez, en su infancia, había escuchado la historia de un caballero llamado Alonso que había luchado contra varios gigantes que se ocultaban tras unos molinos de viento. Historia romántica y fútil, le había señalado su tía cierta vez, aquella última vez que conversaron sentadas en la cama, por eso ahora lo imaginaba en silencio con capa y escudo, dispuesto a derribar la puerta de su cuarto.
Ella lo esperaría en la noche con una bata transparente que se abriría en las manos de su caballero, y su desnudez buscaría la virilidad del varón y susurraría despacio: Alonso, Alonso, Alonso… Pero ahora yo la observaba, asombrada ante tanto mutismo. Es bueno que estés tranquila, Dulce, le decía, así no te pasas el día gritando por los rincones y agrediendo a las personas, rumiando palabras que nadie entiende, saltando en el mismo lugar… Sí, es mejor así, muchacha…
Dulce se mantenía callada, pues su tía, mujer tonta de peinados exóticos, ya nunca sentiría la ansiedad de las horas sin el ser amado, el sobresalto de avizorar en el horizonte de árboles y edificios la silueta soñada, ya nunca sabría de sentimientos que enaltecen y elevan el cuerpo por encima de los anhelos, peligros y edificios. Solo ella estaba segura de que Alonso la liberaría de su tristeza, de que huirían juntos cuando llegara el momento indicado. Ella amarraría sus sábanas a la lámpara del techo para que Alonso escalara hasta su ventana. Se dejaría acariciar la cintura, lo escucharía decir, Oh, Dulce, eres, ciertamente, la más fermosa mujer del mundo. Luego, todavía con hervores de pasión, Alonso le hablaría de las altas colinas que bordean los límites de la ciudad, de esos caminos de Dios donde subsiste la incomprensión y el desdén, de esas tristes personas sin amor, arrastradas por los vientos de un tiempo maldito. Los dioses de ahora son tercos y maldicientes, Dulce, se estremecen menos con la soledad de los hombres. Las personas aceptan dentro de sí —con extraña fascinación— lo adverso y lo pragmático, convierten en costumbre la indiferencia, pocos luchan por los sueños, la hidalguía, la belleza, por todo lo valioso que puede amarse. Oh, Dulce, el mundo allá afuera es agrio e injusto. Pero él la salvaría, la llevaría hacia cualquier otro mundo soñado donde pudieran vivir sin la malvada influencia del fin.
Yo, sin contar las horas de comida, visitaba a Dulce tres veces al día. Me sentaba en un sillón de hierro que Dulce nunca pudo romper, y me mecía. Sospechaba que mi sobrina, ahora tranquila, obediente, planeaba algo. Es extraño que ya no me pidas bajar al parque, Dulce, dime, querida, ¿qué te pasa? Dulce jamás contestaba, no creía posible otro mundo más allá de Alonso. Yo lo prefería así: monologar era más práctico y seguro. Es cierto que nunca te dejo bajar. De todas formas creo, querida, que es mejor para ti: los niños huyen, los mayores te rechazan, ¿quién desea permanecer demasiado tiempo junto a una muchacha que se porta mal, que grita y se babea? Alonso, pensaba Dulce, encerrada en su dura conciencia de ilusión y metal. Aquí, en cambio, nadie te molesta, puedes hasta observar el mundo con tu propia perspectiva.
¿Cómo son las luces de los mundos soñados?, le preguntaría Dulce a su caballero, deseosa de hallar en el horizonte un punto donde fijar la mirada, donde tener una referencia para los vuelos de su esperanza. Nuestro lugar soñado bien pudiera ser un lugar colorido y alegre, se decía, una tierra llena de plantas silvestres y caminos vírgenes, o quizá con un mar pequeño rodeado de colinas nevadas. ¿Sería como ella imaginaba? ¿Más hermoso todavía? Se ilusionaba, sin llegar a conclusiones sobre formas y colores. Ya Alonso le explicaría en su debido momento.
Pero Alonso no aparecía. Y los días y las tardes y las noches se iban. Está preparando todo para venir a buscarme, se decía Dulce con las pupilas brillantes y se pintaba los ojos de azul y verde, y se miraba en el reflejo del piso —a falta del gran espejo que había roto en uno de sus trances de cólera y soledad. Se ponía pantalones de mezclilla, desteñidos de tanto restregarse por las paredes. Se peinaba el largo cabello; intentaba moños complicados con la tela de las cortinas rasgadas. Marcaba en la pared los días sin Alonso, las semanas, las horas. Algo debía haberle ocurrido. Algo lo retenía en el mundo exterior.
Contrariada, dejaba flotar sus suspiros, su impotencia. Ignoraba si la ausencia de Alonso era la advertencia de precipitar la huida o la paciente señal de esperar su llegada. ¿Qué debía hacer, realmente? Fue entonces que descubrí una mirada febril en el rostro de mi sobrina y me ofrecí de manera sincera a calmar su ansiedad. Le acaricié los cabellos, besé la rara emoción de sus mejillas.
—Dime, tía, ¿por qué no aparece?
—¿Por qué no aparece quién, muchacha?
Dulce se arrojó a mis pies y me habló de Alonso. Yo, escéptica, me aparté de mi sobrina, pensando en la historia difícil y rara que no creí posible en una habitación situada en un tercer piso. Pues, ¿cómo se hubieran encontrado cada noche?, ¿cómo habrían pasado desapercibidos frente a mi mirada exhaustiva? Además, medité estremecida, ¿quién repararía en una muchacha afectada, ausente? Salí del cuarto despacio, sin decirle nada, sin tener nada que decir, y cerré el candado de la puerta.
Dulce descendió los tres pisos de su edificio. Al sentir el concreto de la acera aligeró el cuerpo. Cuando su tía entrara a la habitación, descubriría las sábanas amarradas a la lámpara del techo, pero ya sería demasiado tarde.
Dulce caminó hacia la calle. Se adelantaba el alba para que ella encontrara el asfalto de la avenida central. Caminaba. Presentía en las esquinas la sombra escueta de Alonso, a pesar de los parques sin bancos y los callejones verdecidos por el moho, quebraba el trayecto con regularidad, pues los túneles, los puentes, los autos y los semáforos tenían formas fantasmagóricas. Se asustaba, balbuceaba. Quería gritar el nombre de su amado, mas no se atrevía: los rostros de los solitarios que caminaban por las aceras la perseguían con palabras inusitadas. Aquellas calles negras que terminaban, seguramente, en algún mundo soñado, conocían el rumbo verdadero de Alonso.
Los vientos remotos la iban acercando a la salida de la ciudad. Ya se distinguían los rayos del sol por los perfiles de los edificios; salpicaban las ventanas de vidrio, iluminaban el firmamento. Al llegar a una aglomeración de casas torpes y pequeñas, tomó un respiro. Una sombra de pinos altos se veía a lo lejos. ¿Era el mundo soñado? En el camino de piedra, presionada por las miradas curiosas, aceleró su carrera.
Dulce sabía que su inquietud no duraría por siempre: las casas se distanciaban cada vez más. Esperaba que las luces lo iluminaran todo y le mostraran claramente el camino, pero las rocas del terraplén demoraban el trayecto, se imponían como un obstáculo molesto y perpetuo. Bajo las sombras de los pinos divisó una abertura de luz, el símbolo que tanto ansiaba. Es el lugar soñado, se repetía, es el lugar soñado. Debió avanzar otro poco para escapar de la insistente prolongación de pinos. Entonces el paisaje se abrió y ella se detuvo agitada frente a una extensión de tierra sin árboles, sin plantas silvestres, sin colinas nevadas; se quedó varios segundos con los ojos fijos en la limpia superficie del llano. No hay nada, se dijo con tristeza y se sentó en el piso de hierbas húmedas. Estaba decepcionada. Los brazos a los lados, inertes. Alonso, se dijo llorando mientras el alba le quemaba los ojos y empezaba a crecer, mientras en el horizonte se veían treinta o cuarenta molinos de viento, con las aspas deshechas…