El volumen de narraciones Cuentos ecologistas cubanos y Pasajes de la Finca Isla, del autor Jorge Santamarina Guerra, combina con soltura amplios conocimientos de los procesos naturales, con una especial sensibilidad y capacidad de fabulación
La Isla permanece desconocida. Sus habitantes parecieran ser esa raza global y homogénea, indiferente a las maravillas circundantes, pero deslumbrada por la lógica depredadora del hombre-consumidor que reina en pleno siglo XXI. Jorge Santamarina Guerra, sin embargo, nos dice que no tiene que ser así, que un ser humano cercano a su realidad, sensibilizado con ella casi hasta el ridículo, también es posible. Esa postura nos da cierto alivio, por suerte.
Su reciente volumen de narraciones, Cuentos ecologistas cubanos y Pasajes de la Finca Isla, aparecido bajo el sello de Ediciones Unión, se inserta desde su misma concepción, dentro de una tradición literaria muy digna, que en nuestras letras ha buscado la cercanía a la naturaleza como principal amparo y sentido.
Esta vez, sin embargo, lo natural no funciona como simple aditivo estético para ambientar las historias, sino que se asienta en el centro mismo de la anécdota, para dar significado y peso. Y no es que Santamarina inaugure en nuestras letras esa migración, ese abandono de «los paisajes bucólicos donde tirarse en el césped para escuchar el río y admirar las libélulas», pero quizá sí sea uno de los pocos que haya incorporado la mirada crítica al estado medioambiental nacional. Proveniente del área de las ciencias, Santamarina combina con soltura amplios y profundos conocimientos de los procesos naturales, con la imprescindible capacidad de fabulación y una especial sensibilidad. Para escribir Cuentos ecologistas cubanos… no ha bastado con ser ingeniero agrónomo o escritor; han sido decisivas su «vocación naturalista», su «comprensión ecologista» y su «concepción ambientalista», tres elementos que el mismo autor reconoce en la introducción del volumen.
Jorge Santamarina hace gala de un vasto dominio de la rica cultura rural de la Isla, sin lo cual hubiera sido imposible presentar este puñado de cuentos.
En consonancia, intuyo un fuerte componente testimonial dentro de las historias que nos propone este libro. No sería de extrañar que el mismo autor haya sido protagonista de alguna de las aventuras aquí narradas, o que las conociera bien de cerca. El sabor personal, desbordado de ternura, rebosante en detalles tanto ambientales como sicológicos, es una de las marcas que ofrece singularidad a esta obra.
En estas arenas ha arado el autor hace décadas, desde que en 1975 ganara con Claves de guao, el premio David de cuento, y ya va por 15 títulos publicados.
Todos hemos sido ese cazador furtivo que con insistencia nos trae Santamarina en sus narraciones, y por eso nos mira con piedad y solidaridad. Tira de nuestra fibra sensible para incorporarnos a su equipo humanista, ecologista, amoroso, pero nos llama desde nosotros mismos, desde el depredador con potencialidad para dejar de serlo.
La Isla permanece desconocida. Sus habitantes parecieran ser esa raza global y homogénea. Pero no tiene que ser así. Jorge Santamarina Guerra lo ha demostrado aquí, y eso nos da cierto alivio, por suerte.