Me es imposible acercarme a la poesía de Dora Alonso sin una mirada martiana, más allá de cualquier conexión evidente uno intuye que la fábula acompaña al escritor para niños, la misma Doralina de la Caridad Alonso Pérez de Corcho se identificaba de algún modo en su Carta a Fantasía con el Patico Feo, imagen que también pudiera reflejar la literatura para niños, zona siempre bajo sospecha en la ciudad letrada.
Sin embargo, mi visión le debe mucho a José Martí (y también a Hans Christian Andersen, por supuesto) quizá porque me conmueve el afán de esa mujer de letras por ser la música, toda la música. En tiempos de tanto ruiseñor mecánico, se hace impostergable este elogio al pájaro verdadero.
En el inventario de sus poemarios para niños aparecen Palomar, La flauta de chocolate, El grillo caminante, Los payasos y Adivinanzas, acogidos en el libro Entre el sinsonte y la ceiba que bajo el cuidado de Esteban Llorach Ramos y Mirtha Andreu Domínguez editara Gente Nueva en la colección por el Centenario.
Quizá la inefable sencillez de su versificación desorienta a los estudiosos y provoca que privilegien su quehacer en la narrativa y el teatro, relegando casi imperceptiblemente, pero relegando, su enorme contribución a la lírica cubana.
Poesía que siempre propone nuevos trillos, uno de los más fulgurantes, sin lugar a dudas, la reciente visitación del teatro de Las Estaciones, con su muy singular paseo escénico Una niña con alas. Desde el título, Rubén Darío Salazar revela —como discípulo alquimista— una lectura acuciosa para devolvernos a Doralina en medio de la campiña.
Si fuéramos a juzgar el silencio, precisaríamos de una explicación: ¿Por qué Suma, su poemario escrito para adultos, solo permanece en la fidelidad de los más memoriosos y, desde tan inusitada invisibilidad, nos recuerda la provocación del cantautor español Joan Manuel Serrat cuando advierte al niño: eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca?
¿Tal vez su impronta como periodista (fue la única reportera en el frente de batalla cuando Playa Girón) o guionista de radionovelas, además de su bien granjeado nombre en la narrativa —con sus premios Casa de las Américas y el Máximo Gorki— desplazaron de manera subrepticia sus coordenadas poéticas?
¿Oye alguien mi canción?, inquietaba José Lezama Lima (también en la ronda del centenario), y este verso deriva en más interrogantes apegado a su percepción de la escritura como posibilidad de un cosmos otro. De transponerse al diálogo con Dora Alonso, el acertijo conllevaría a múltiples respuestas, porque —de tanto entregarse al canto— podría asegurarse que señorea en la Tierra de la infancia y desde allí aún podremos escucharla con leve trinar de niña que nunca pierde sus alas.