En los primeros días de la villa la vereda estaba sombreada de altos pinos, pero con el tiempo, el suave crepitar de las ramas había ido desapareciendo y el sol se enseñoreaba en los caminantes y el polvo.
Solo al atardecer, con el frescor de la noche próxima, se atenuaba el agobio reverberante y podían preludiarse unas horas placenteras. A pesar de esto, el camino fue cada vez más frecuentado porque llevaba a la taberna de Antón Recio, donde las luces de aceite permanecían en vela hasta la madrugada y acogían con su fulgor las soledades e infortunios de los forasteros o los vecinos.
Allí hacían un alto en sus vidas hombres llegados de todas partes, y entre jarras de vino e insomnios perezosos se escuchaban historias deslumbrantes o mustias, tal como hubiera llevado su vida aquel que, pasado de tragos, las contaba en pormenorizada sucesión de acontecimientos menudos o trascendentes.
Un joven soñaba con viajar y encontrar por los lados de las tierras nuevas la maravilla de la canela; alguien confesaba su temor de trasponer los límites de la villa y adentrarse en los montes circundantes tan tupidos de vegetación como de susurros fantasmales en las penumbras, donde muchos habían avizorado búhos de un solo ojo, cabezas errantes y mujeres con una desnudez de espanto y muerte. Mientras tanto, con la parsimonia y la sabiduría propia de la vejez, un hombre descreía de todas las palabrerías imaginadas en la oscuridad y afirmaba que, si algo había que temer en la Isla eran las furias del viento y el mar, para él no había nada mejor para guarecerse que las sábanas tibias de un lecho de amor.
Algunos de los que conversaban, apenas reparaban en un portugués que guardaba silencio. Con el pequeño taburete inclinado hacia delante sobre la mesa, estudiaba durante horas cartas náuticas, diarios de navegación, mapas casi indescifrables, planos enrevesados y anotaciones de sus travesías anteriores.
Al principio era objeto de todas las suspicacias y murmuraciones de los asiduos, pero estos terminaron por ignorarlo, pues era casi infranqueable su mutismo. De él se decía que conocía como a la palma de su mano los golfos de Honduras y México, y que entraba en tratos con los piratas y corsarios más temibles del Caribe.
También se contaba que un buen día había desaparecido sin dejar rastro y solo un niño había logrado atraer su atención, pues ambos habían pasado toda una tarde dibujando juntos, cada uno por separado, el paisaje de la bahía, las callejuelas, las plazas, la iglesia, y se habían asombrado del parecido de sus trazos, solo que el del niño era colorido y alegre, mientras el del navegante mostraba una palidez sombría como de días de febrero.
Poco vislumbraban con sus ojillos chispeantes por el alcohol los presentes, las vidas iban y venían allí y pronto lo que era centro de conversación se olvidaba del todo. Lo que perduró fue el nombre de la taberna, que también pasó a serlo de la calle, por siempre.
(Tomado de Cubaperiodistas)