Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Maneras de entender

Autor:

Ricardo Riverón Rojas

Ninguno de nosotros entiende la historia de la misma manera. Y del entendimiento —es obvio— se deriva la interpretación. Los lenguajes, acomodados a los intereses de la mano que escribe (o la de quien los patrocina), son determinantes a la hora de hilvanar el relato.

Todos sabemos que en 1789 se hizo en Francia una revolución que cambió el curso de la historia, como también conocemos que, de entonces a acá, los principios que la animaron monopolizaron el devenir del altruismo dejando poco margen para alternativas. «La Declaración de los derechos del hombre» más la saga narrativa y legislativa que generó es avasalladoramente unidireccional e inalterable en lo referente a su adjudicación a otros enfoques más flexibles.

Las lecturas e interpretaciones históricas de aquellos estatutos, que demarcan el inicio de la edad moderna, corrieron hasta los días de hoy con dispar suerte hasta que el espaldarazo poderoso de los medios afines de comunicación las proclamó non plus ultra del humanismo. Lo hacen a su manera, claro, porque, como es un conjunto de ideas que no se centra en las luchas de clases, sirve perfectamente para contraponerlas —en el más dogmático sentido de su espíritu— a otra revolución, más joven, que en 1917 sí dejó claro que la historia de la humanidad sí se basa en la historia de esas luchas.

La narrativa histórica es veleidosamente relativa: siempre ha dependido de la filiación de la mente que la concibe: hay una historia contada por los escribanos de la iglesia, otra por los conquistadores, otra por los esclavistas, otra por los esclavos redimidos y las masas irredentas, otra por los magnates de la fase imperial del capitalismo y otra por quienes la describen e interpretan inmersos en las luchas reivindicativas. Estos últimos, halados por una filosofía que, aunque asume los paradigmas teóricos que animaron a los franceses, los proyectan hacia la abolición de los privilegios de clase a partir de cuestionarse el sistema de propiedad sobre los medios de producción y del capital financiero en que esta se sustenta.

Hay muchas maneras de tergiversar la historia. Un solo ejemplo: el mal llamado descubrimiento de América: el enfoque de los descubridores-colonizadores lo presenta como un descubrimiento y una evangelización, mientras nosotros sabemos que fue el hachazo casual que taló el posible desarrollo de las culturas originarias y nos dejó el lastre que, aún hoy, arrastramos como sociedades poscoloniales. Fueron ellos los inventores del subdesarrollo.

No cabe duda de que el punto de vista con que se narra el relato histórico es deudor de la posición política del escribiente, por eso los medios afines al capitalismo de hoy en día —ya abiertamente parciales— dan como ganador de la 2da. Guerra Mundial a Estados Unidos (involucrado en el conflicto en 1944) cuando se sabe que fue la Unión Soviética (agredida en 1941) la que arrinconó en Berlín a las tropas del Tercer Reich. Como vivimos en la época de la posverdad, con unos medios de comunicación de aplastante nivel de influencia y expansión de los mensajes en manos de las oligarquías, un alto número de personas creen a pie juntillas esa historia amañada.

Hoy sabemos que la historia también puede inventarse, basada en hechos reales, pero también en tramas imaginarias, aunque en esta etapa del dominio imperial el desdén por lo histórico no podía ser más cruento y sin recato. Solo les importa el pasaporte visado de sus propios medios y plataformas para acceder a la gloria. La historia ya no se escribe desde el presente mirando al pasado y proyectando el futuro sino desde el presente mirándose el ombligo. Por eso se inventan: una trayectoria terrorista para Cuba, una economía basada en el narcotráfico para Venezuela y su presidente, una dramaturgia desacreditadora para Rusia y China, entre otros muchos ejemplos posibles.

Uno de los relatos peor contados, pero validados por los heraldos de la posverdad, narra que la Guerra Hispano-Cubana-Norteamericana tenía el propósito altruista de ayudar a los mambises a lograr la independencia para Cuba. La mayor parte de los cubanos sabemos que fue una intervención oportunista para que Estados Unidos expandieran su poder e influencia sobre nuestras codiciadas tierras. Luego vienen y reconstruyen el cuento de que la república mediatizada que se derivó de aquella «victoria» constituye un modelo de desarrollo y bienestar.

La historia de lo pasado, cuando fue presente, por muy documentada que esté, la escriben con otro guion, casi surrealista, donde se convoca al olvido y a la abolición del rigor para que esa novela no se redacte e interprete a través de la investigación exhaustiva, sino de bulos y gruñidos que sustituyen los archivos y pretenden establecerse como eterno presente y difuso proyecto de futuro. Los respalda la atmósfera mediática tóxica que generaron y sustentan a no mirar al pasado como nos convocó el presidente Barack Obama cuando nos visitó, y lo propuso con aparente buena voluntad. Su llamado puso en alerta a la comunidad inteligente del país.

Dejar registro de lo histórico y custodiar su pureza es una de las más importantes tareas de la intelectualidad cubana de hoy. Trabajosamente se viene avanzando en el propósito. Pero se impone que no solo sea nuestro gremio quien lo asimile. La comparación de nuestro presente, lleno de las carencias de país poscolonial y bloqueado, con otros presentes enriquecidos a costa de nuestra pobreza, no es legítima para revaluar la historia y dejar que el monstruo mediático las engulla y nos deje huérfanos de futuro.

(Tomado de La Jiribilla)

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