El comensal entró y de ojeada se dio cuenta de que el guiso andaba por el mismo estilo: un arroz viejo y duro, y enyuntado con unos trocitos de jamonada, bañados en una salsa que parecía más agua que pasta.
Pero como era domingo y de noche, y el salario no llegaba, pues no quedaba más remedio que acomodarse los agapornis de las entrepiernas y soplarse lo que te sirvieran. Lo único malo es que, con esto del chikungunya, el sabor metálico en la boca iba a poner al guiso en su punto de caramelo.
Avanzó con paso entiesado, le tiró un beso a la cocinera y pidió: «Dame lo mío»; y de reojo miró las bolas de arroz en salsa. Tomó el plato y fue ahí cuando lo vio.
Era un muchacho, de unos 17 o 18 años, de piel cobriza, flaco, con el pelo pintado de rubio y unos ojos brillosos. El comensal, en un principio pensó que tal vez se iría rápido, pero el joven murmuró algo. «¿Qué dijo?», preguntó el comensal y los otros que estaban en la mesa encogieron los hombros.
Uno, con el pelo húmedo por el baño, comentó: «Se apareció hace un ratico y no se ha movido. Ahora fue cuando habló». El comensal dejó el plato sobre la mesa: «A ver, dime. ¿Qué hay?». Lo que oyó lo dejó en una pieza: «Tengo hambre. ¿Me puede dar comida?».
Las palabras se oyeron de forma tropelosa. El muchacho respiraba ansioso. El comensal se sentó y con un tenedor empezó a mover la comida. En la mesa el ruido de los cubiertos se fue convirtiendo en algo espaciado.
«¿Qué quiere él?», se oyó a un costado de la mesa. El comensal levantó la vista y vio a la cocinera. Se tocó varias veces la boca con la punta de los dedos y dijo: «Que tiene hambre».
La cocinera cruzó los brazos con desconsuelo. «Es que él ha venido otras veces. ¿Y si le doy y falta alguien? Me pueden llamar la atención». «¿Que-te-qué?», preguntó el comensal.
«Sí, regañarme», oyó.
En la ventana al muchacho se le veían los ojos demasiados vidriosos. «Chama, —preguntó el comensal―, ¿de dónde tú eres?». «Del edificio que estaba en Bernaza». «¿El que se cayó hace unos días?», preguntó la cocinera. «Sí, ese», respondió el joven. «¿Y dónde estás ahora?», insistió el comensal. «En uno que está por allá alante, al cruzar el Prado.
El comensal miró a la cocinera. La mujer estaba con el rostro desencajado.
Entonces, el hombre recordó a un amigo, un viejo guerrillero, que una vez le contó que, cuando la guerra, allá en las lomas de Oriente, el jefe, un hombre que media más de seis pies, que era abogado y le gustaba jugar baloncesto, se quedaba sin comer cuando a alguien en la tropa le faltaba la comida.
«Bueno, esto tiene remedio —dijo el comensal mordisqueando un bocado de arroz—. ¿Tú tienes algo ahí para llevar?». El muchacho negó varias veces con la cabeza.
«Se jodió esto», pensó el comensal, pero otra persona se levantó de la mesa: «Espérate ahí».
Al minuto volvió con una jaba de nylon. El comensal pidió: «Abre», y echó la mitad de la comida. El del pelo mojado terminó de tragar y extendió el plato: «Coge lo que queda ahí».
La cocinera salió apurada y regresó con unos cubiertos plásticos. Tomó la jaba y se la alcanzó al muchacho. «Toma, pipo, coge».
De la ventana salieron unas manos ansiosas, se escuchó un balbuceo que pareció decir gracias y el chico se perdió en la noche. En la mesa nadie habló. El comensal masticó una cucharada de arroz viejo con salsa, miró a la cocinera y con la boca llena dijo:
—Oiga, la verdad que el guiso quedó hoy de maravilla.