Toc, toc. Así puede simularse el sonido del toque de una puerta de la forma, quizá, más evidente posible. Sin embargo, hay toques mucho más fuertes y compactos que enrojecen los nudillos de los dedos, como también otros más leves, tímidos y sostenidos que esperan una respuesta en la imaginación del habitante.
Qué raro me resulta haber comenzado por ahí. Mi intención no era hablar de sonidos, aunque ciertamente abrir puertas no siempre suena de la misma manera. Tampoco me ocupa ahora el material del cual están hechas, dónde se ubican ni, menos, aquellos secretos que se revelan al hurgar detrás de ellas.
Hace tres días no hablaba de esto ni me aniquilaba como un dardo que ganó al tocar el centro de una diana. «La culpa no la tiene nadie», pero si fuese así, es de mi reproductor de música, o del aleatorio, o de Liuba María Hevia, o de su canción que escribió sabrá Dios cuándo, o de las coincidencias.
«Las puertas son dos brazos que hay que descruzar, vale traspasar una nueva puerta sin mirar atrás». Ya lo dijo la compositora cubana en esos versos: la inmovilidad no conduce a ninguna parte. Y una nunca anda tan estática como cuando comienza a dar vueltas en círculos en el mismo lugar.
Tocar puertas vale por insistir. Abrirlas vale por encontrar nuevos caminos. Es así como rompen, al tránsito de los días, las noticias, los descubrimientos, las despedidas. Y sin caer en el tibio pensamiento de los obstáculos, atravesamos lugares, conocemos gente y crecemos en un acto de escasa ingenuidad.
Por ello, en un argot cotidiano lleno de metáforas, hay quienes apoyan la idea de que «cuando una puerta se cierra, otra se abre» para referirse a la persitencia, mientras creen fielmente en la avanzanda como única forma de alcanzar sus metas. Sin embargo, el final es solo válido para los conformistas, pues incluso, allá lejos, seguirá habiendo algo desconocido justo detrás del cerrojo.