«La mayoría de los jóvenes no leen libros, solo andan pegados a sus celulares sin poder siquiera destinar más de dos minutos a un video». «Mis alumnos no quieren leer La Ilíada, ni El Reino de este mundo, ni el Cantar del mio Cid». «Mientras más breve un libro, más posibilidades de ser leído en estos tiempos…».
Estas sentencias de una vecina, un profesor amigo y un colega —en el contexto de la 33ra. Feria Internacional del Libro de La Habana— me provocan profunda tristeza porque, aunque la contemporaneidad esté dominada por la tecnología y sean las fotos y los videos los que ganen la atención, un buen libro siempre será la mejor opción. Solo habría que repensar cómo estimular la lectura en los diferentes espacios sociales para no perder amantes y defensores de esta práctica.
No obstante, y a la par de mi preocupación, recuerdo el deber que resumiera el escritor francés Daniel Pennac: «No burlarse jamás de aquellos que no leen si quieres que un día lean».
El afamado novelista publicó el Decálogo de los derechos del lector, y debemos tenerlos en cuenta al escribir. Por ejemplo, ¿acaso pensamos que nuestro libro debe ser leído de una manera específica? A mi mente llega Rayuela, bella creación de Julio Cortázar, quien defendía la lectura activa de quien la tomara en sus manos.
¿Cuáles son los derechos de un lector? A juicio del francés, el primero es el derecho a no leer sin que ello signifique que no seamos lectores: tal vez otros intereses y prácticas ocupan nuestro tiempo en determinadas etapas.
En segundo lugar, el derecho a saltarse páginas: somos libres de elegir cómo leemos lo que en nuestras manos caiga. ¿Acaso usted no ha ignorado párrafos de descripciones extensas con tal de centrarse en la acción concreta de la historia?
Figura como tercero el derecho a no terminar un libro, y los mismos autores deben reconocerlo. Si no somos atrapados en sus primeras páginas, o si alguna otra actividad es más importante, por ahí lo dejamos. Quizá, al cabo del tiempo, volvamos al volumen. O no.
En sentido contrario está el derecho a releer, porque algunas obras nos fascinaron tanto que nos motivan una segunda, tercera o cuarta lectura. También es probable que releamos lo que no entendimos en algún momento o, como suele suceder, le demos diferentes interpretaciones a un mismo texto, según nuestras vivencias.
Como lectores, según Pennac, tenemos el derecho a leer cualquier cosa, y no es preciso definir el intelecto de alguien a partir de su lectura de una novela de Víctor Hugo o de un cuento de Corín Tellado, porque el derecho a leer lo que nos gusta no está vinculado con lo que suele catalogarse como bueno, interesante, culto o imprescindible.
Además, tenemos el derecho a leer en cualquier parte. No puede un escritor suponer que su obra será leída en la calma de un sofá con el silencio de la noche o en los primeros minutos del día. Su texto puede leerse en un ómnibus, en medio de una fiesta, mientras esperamos ser atendidos en una consulta, en noches de desvelo o como hábito matutino… Lo importante es que será leído, según la comodidad del lector.
Comprendamos también que, como lectores, tenemos el derecho de «picotear», es decir, volver a un libro no terminado de leer solo para encontrar un dato o una frase; y el de leer en voz alta, cual interpretación de un texto teatral… Y por último tenemos el derecho de callarnos las razones por las cuales leemos de esta u otra manera, porque asumimos el acto de leer como un acto privado, íntimo y personalizado.
Recordando este decálogo de Pennac, y sobre todo lo que considera deber supremo de quien escribe, propiciemos la lectura sin juzgar, sin imponer esquemas para su práctica y, sobre todo, rodeándola de motivaciones desde edades tempranas para que sea asumida con placer, aun cuando los tiempos actuales acarreen otras propuestas o la cotidianidad nos complique el tiempo para ello.