El brazo verde olivo con brazalete rojinegro y el fusil en alto de Pepito Tey, desde la ventanilla de aquel auto que encabezaba el convoy joven hacia la Loma del Intendente y el grito vigoroso del joven revolucionario: «¡Viva Cuba libre!», coreado por los combatientes, por toda una ciudad, más tarde fue refrendado con su sangre.
La aparente serenidad de Frank, el líder de la acción y del Movimiento clandestino, precisando hasta el mínimo detalle en función de cumplir la palabra empeñada, la promesa de Fidel: ¡En el 56 seremos libres o mártires¡ y las mil emociones de sus más de 400 compañeros, tan imberbes como él.
El ardor de una ciudad que había decidido imponerse sobre sus miedos, la zozobra de la desaparición, la tortura o el asesinato de sus hijos, casi niños que se empinaban entre el horror y la desesperanza.
Esos y muchísimos otros matices entraron en la historia al amanecer del viernes 30 de noviembre de 1956, cuando Santiago de Cuba se vistió de fuego en nombre de la vida y la libertad.
En sigilo y con la pasión de las grandes causas, desde el mes de octubre, el Movimiento Revolucionario 26 de Julio, que encabezaba el joven maestro Frank País García, preparaba el levantamiento armado en apoyo al desembarco de la expedición, que bajo el mando de Fidel Castro llegaría desde México para reiniciar la lucha armada.
Entre flores, frente a un tanque oxidado, en la finca Cerca de Piedra, de Luis Felipe Rosell, se harían en secreto las primeras prácticas de tiro, que luego se trasladaron hacia El Cañón. Vivirían jornadas arduas de preparativos, días de acopiar y perfeccionar las armas, limpiar balas, acondicionar botiquines, confeccionar uniformes, por vez primera de verde olivo, han relatado los protagonistas.
Dicen que las máquinas aún reproducían los diseños del nuevo brazalete rojinegro cuando Arturo Duque de Estrada, secretario de Frank, recibió el telegrama procedente de México: «Obra pedida agotada, Editorial Divulgación», que daba cuenta de la salida del yate Granma.
Tres días después Santiago de Cuba era un capullo abierto. «Armas de todos los calibres vomitaban fuego y metralla. Alarmas y sirenazos de los bomberos, del Cuartel Moncada, de la Marina. Ruidos de aviones volando a baja altura. Incendios en toda la ciudad. El ejército revolucionario dominaba las calles y el ejército de Batista pretendiendo arrebatarle ese dominio. Los gritos de nuestros compañeros, secundados por el pueblo, y mil indescriptibles sucesos y emociones distintas…». Así lo describiría el mismo Frank País en el periódico Revolución, órgano del movimiento insurreccional.
Antes que las llamas se apoderaran de la Estación de Policías de la Loma del Intendente, la sangre joven de tres valerosos combatientes tiñó el verde olivo. «Jamás pensé que fuera a pasarle algo, pues creía que mi cariño, mi amor, lo protegería…», diría años después Nancy Rodríguez, la esposa de Antonio Alomá Serrano (Tony), el primero en caer, y quien llevaba en su vientre de siete meses la hija que no pudo conocer.
Junto a él, cayó el jefe de aquel comando, el enérgico José Tey Saint-Blancard (Pepito Tey); líder de la impaciencia en aquella mañana con los mismos bríos con que comandaba manifestaciones estudiantiles en las calles santiagueras, y también Otto Parellada, Ottón para sus compañeros, quien con puntería beisbolera convirtió el fondo de la Estación en un gigantesco coctel molotov.
Al mediodía de aquella jornada histórica la tiranía recibió refuerzos, multiplicó su superioridad en hombres y armas sin que tuviera lugar el desembarco esperado y Frank ordenó la retirada. Protegidos y ayudados por el pueblo, los revolucionarios se replegaron, aunque ni toda la solidaridad de Santiago de Cuba pudo evitar que los detenidos sumaran cientos en días posteriores.
Al no coincidir con la llegada del Granma, el levantamiento no cumplió su objetivo principal, pero aquel amanecer de emociones y cocteles molotov en Santiago estremeció al régimen, sembró la esperanza de un pueblo rebelde y selló el compromiso entre la ciudad y su decisión de luchar.