El tiempo, con su paso inalterable, solo lega a los más afortunados unos pocos fragmentos para disfrutar de sus abuelos, esos que son recipiente de las más nobles enseñanzas, y habitaron disímiles épocas y estancias con las que nuestra imaginación apenas puede soñar.
¿Qué sería de nosotros sin nuestros abuelos? Y no me refiero solo a los que biológicamente nos fueron asignados. Los vecinos ancianos que nos cuidan, los abuelos de nuestros amigos, aquellos que dejaron alguna enseñanza arraigada en la memoria y se atrevieron a calmar la bestialidad instintiva; esas abuelas y abuelos propios o prestados son todos nuestros.
«Debes ser educada y comprensiva, delicada, pero fuerte», fueron algunos consejos de mi abuela a una Laura que apenas contaba con cinco años de vida. Quizá en ese entonces no lo entendí, pero esas lecciones hicieron eco en mí como otras tantas que me niego a abandonar.
Yo tuve a mis abuelos y otras personas también, pero Monik Molinet no. Si no fuera tan sincera, nadie que observe su obra sería capaz de creerlo. Ella explora lo suave y lo áspero de la vejez a través de su padre. A él va dedicada su más reciente exposición fotográfica, Abuelas y abuelos prestados, que llega a nosotros en el contexto de la 15ta. Bienal de La Habana.
Si somos las memorias que creamos, ¿por qué no enriquecerlas a través del arte? Con ese espíritu la artista reta los límites de la realidad —en mi opinión uno de los fines del arte—, pues, ¿por qué conformarse con no haber tenido abuelos?
Transgredir la visión de los adultos mayores como una carga o personas débiles fue otro de los propósitos de esta colección, en la que ternura, alegría y suavidad se enlazan con naturalidad en el espacio creado por la joven. En la obra somos testigos de cómo su abuelo Otto le enseñó fotografía, su abuela Julia sobre feminismo, su abuelo Adalberto le hace un recuento de sus notas, unta crema en la piel de su abuela Ester, le da de comer a su abuelo René en Nochebuena…
En contraste con situaciones tan cotidianas, a veces encuentras una mirada feroz y otra melancólica en el rostro de la nieta; esa mirada que te llama la atención sobre lo que está pasando y te obliga a agradecer el milagro de la vida.
Sus abuelos prestados la acogen y abrazan, la alimentan y enseñan, la cuidan, reciben sus cuidados, se despiden y la vuelven a cuidar. En ese curioso orden, porque la fotógrafa no ve en la muerte el final del camino, sino un espacio de tránsito hacia otra parte.
Afortunados aquellos que no necesitan abuelas y abuelos prestados. Afortunada Monik Molinet, por haberlos encontrado, por crear momentos reales junto a ellos, siendo el arte la excusa, porque por unos instantes dejaron de ser prestados.