La violencia es inaceptable en cualquier circunstancia. Desde la de las guerras genocidas como la que ejecuta Israel contra el pueblo palestino con la complicidad de Estados Unidos, como la de la injusticia social que somete a miles de millones a la inclemencia del hambre y el desplazamiento forzoso, o la de un individuo enajenado que masacra a niños en una escuela o asesina o lo intenta a un político en cualquier lugar del planeta.
Por la connotación mundial del espacio geográfico y del individuo que estuvo en la mira de un jovencito, de quien todavía se desconoce el motivo —y probablemente nunca se sabrá porque fue ultimado de inmediato por el disparo de un francotirador del Servicio Secreto—, el atentado contra el ex presidente de Estados Unidos, Donald Trump, estremeció allí y también al orbe, pendiente de las posible consecuencias, aunque solo fue el roce del disparo en su oreja derecha.
Porque inciden y son causales directos o indirectos, hay elementos del contexto estadounidense que no pueden dejarse a un lado al analizar lo sucedido al atardecer del sábado 13 de julio en el mitin electoral del condado rural de Butler, Pensilvania, el último antes de la Convención Nacional Republicana que en esta semana deja oficializada su candidatura y, como piensan no pocos, prácticamente certifica que Donald Trump vuelva a ocupar la Casa Blanca.
El surgimiento como Estado, su crecimiento territorial, la conformación de la sociedad estadounidense y su cultura como nación están basados en la violencia armada, un procedimiento utilizado con mayor frecuencia que la reconciliación.
La propia Constitución fue enmendada desde sus inicios para garantizar el derecho ciudadano a la posesión y uso de las armas como elemento aceptable y cotidiano y no como un instrumento peligroso y letal, al punto que es el único país donde hay más armas en manos civiles que habitantes. En el 44 por ciento de los hogares hay armas de fuego, coctel altamente letal con desajustes, xenofobia, racismo e intolerancia.
Cualquier intento por frenar esa tendencia no ha tenido éxito porque están los intereses de las productoras y comercializadoras, avalados por la Asociación Nacional del Rifle. Un simple dato: recién en supermercados de cuatro estados se han puesto máquinas expendedoras de municiones, que permitirán adquirir las balas que necesite como si comprará una barra de chocolate o un refresco.
Esa violencia armada se oficializa y se hace «deber» en las guerras de rapiña e imperiales que han incrementado el poder económico, militar y político de Estados Unidos, y ha sido glorificada en los medios de comunicación y de entretenimiento. Celebraciones de realidad y ficción, aunadas en el imaginario de una población fuertemente armada, se traducen en los tiroteos en hogares o espacios públicos. Es una crisis de salud pública y de derechos humanos, afirma una organización no gubernamental.
Tras el lamentable incidente de Butler, ese otro elemento que contribuye a la expansión de la violencia entró en acción, la transmisión inmediata, extendida en medios y en redes sociales, de información inexacta y teorías de conspiración. Se incluyó una bien delicada y oscura apuntando a que el ataque fue fomentado por opositores políticos demócratas, del progresismo o de las izquierdas, y hasta incluso por el propio presidente Joseph Biden.
Aliados republicanos de Trump, incluidos el senador J.D. Vance, los representantes Lauren Boebert y Mike Collins y el exasesor de la Casa Blanca Stephen Miller, rápidamente culparon al presidente, afirmando que el ataque fue el resultado de advertencias de que elegir a Trump para un segundo mandato amenazaría la democracia.
Tal difusión, en la actual fragilidad política del sistema, se hace particularmente riesgosa, cuando la presente campaña electoral aumentó la división política y la convulsión del país, lo que añade una raya más al problema.
El propio Trump ha sido un protagonista clave con sus constantes llamados paranoicos, cuya expresión más notable fue el asalto al Congreso de los Estados Unidos, el 6 de enero de 2021, por sus fanáticos seguidores de la ultraderecha que pretendían impedir el resultado de las urnas, porque su presidente les dijo que estaban «amañados».
Trump, quien ha repetido la acusación de posible fraude en los próximos comicios del 5 de noviembre, ha sido exonerado de aquella responsabilidad, cuando el 1 de julio la Corte Suprema de Justicia declaró «Bajo nuestra estructura constitucional de poderes separados, la naturaleza del poder presidencial le da derecho a un expresidente a inmunidad absoluta de procesamiento penal por acciones dentro de su autoridad constitucional concluyente y preclusiva»…
Ninguna de ellas justifica el intento de magnicidio, pero echan más leña al fuego en una nación desgarrada por la violencia. Los estadounidenses y el mundo se hacen una pregunta ¿Cuándo acabará esto?