Es bueno huir siempre de las frases hechas, esas que por repetirse tanto ya no dicen nada, o lo que es peor, su esencia se entiende justamente al contrario de lo que significan.
Los barrios vulnerables, en situación de vulnerabilidad o en transformación, son términos que usamos desde la prensa, en reuniones, en chequeos más o menos sistemáticos, y a veces se olvida que detrás del nombre hay personas, familias con carencias económicas y de recursos, pero también espirituales, y otras que más allá del hogar se convierten en necesidades colectivas, comunitarias.
A la luz de las condiciones de la Cuba actual, es más que urgente esa labor social que veló siempre por el humilde, el de menos ingresos, el jubilado, el combatiente, el que padece discapacidad severa, la embarazada.
Sería oportuno, quizá, hacer un ejercicio constante para volver sobre las realidades más tristes del adulto mayor que quedó al amparo del Gobierno porque su familia se fue; o la del niño que vive con los abuelos porque sus padres salieron del país a buscar suerte en otras latitudes; o la de aquella familia que perdió su guía, su padre o madre, en los tiempos duros de la COVID-19.
Esas personas viven cada día en nuestros barrios, y cuando el entorno no los favorece pasan el doble de trabajo. Habría que pensar qué estamos haciendo por ellos. En qué medida han sido tomados en cuenta para transformar las comunidades. Cuánta participación han tenido; cuántas veces han sido visitados, escuchados.
Como nunca, tiene el trabajador social la noble y difícil tarea de diagnosticar, de acompañar, de representar a esos que mayormente residen en barrios en transformación, de manera que puedan influir en la toma de decisiones. Tiene que saber dónde están sus jóvenes, sus niños, qué pasa con aquel cuyo padre cumple una sanción privatoria de libertad, qué condiciones de vida tiene la gestante o si come o no el abuelo.
Incidir en esas cuestiones ayudará a sanar, a construir el barrio desde dentro y hacerlo más acogedor y funcional desde sus establecimientos y espacios físicos. Pero para ello se necesita sensibilidad y empatía. Hay que ponerse en los zapatos del otro, sentir hasta la médula que el futuro que queremos para nuestros ancianos no es el de la desidia y el abandono; que el futuro que queremos para nuestros niños no es el del desapego y la indiferencia.
Por estos días leía en estas mismas páginas todo el amor que se construye en el campamento agropecuario Quisicuaba, ubicado en el municipio artemiseño de San Antonio de los Baños, y es ese el sentimiento de la Cuba que soñamos todos, en la que el vecino es familia y el amigo es hermano. No se transforma una comunidad si su gente sigue viviendo igual, si no hay un cambio desde lo conductual, desde lo espiritual… y una cuestión no niega la otra, en todo caso se complementan.
En estos tiempos difíciles, de incrementos desmedidos de precios de productos básicos como la comida y los medicamentos, de restricciones en la prestación de servicios estatales, de apagones y ausencias de todo tipo, debemos mirar a los barrios de manera integral. En ellos están las mujeres y hombres que cada jornada se levantan, a pesar de todo, a dar lo mejor de sí por su familia, que es hacerlo por Cuba.