Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La estrella que nos mira siempre

Autor:

Osviel Castro Medel

He contado la historia otras veces y no me cansaré de repetirla: en plena juventud entré al quirófano para realizarme una operación sencilla, pero después del bisturí en el cuerpo fui atacado por un miedo inexplicable y sentí morir.

En ese presumible momento conclusivo mi mente viajó enseguida a la mujer que, fustigada por un sinnúmero de angustias, aguardaba en el salón de espera. Era mi madre.

Resultó la primera vez en que entendí que esa criatura incomparable nos acompaña siempre: desde el primer suspiro hasta el último, desde el balbuceo inicial hasta el viaje postrero.

Ese día comprendí de manera definitiva la verdad que había escuchado veces tantas: una madre es eterna. Es la estrella silenciosa que todos buscamos cuando las agujas de nuestro reloj se dislocan, cuando sobreviene un peligro fantasmal o real, cuando la mismísima fortuna nos guiña en el camino.

Desde entonces he vivido pensando que los seres humanos solo llegamos a tomar conciencia del mérito colosal de una madre después de que el calendario ha soltado numerosas hojas en nuestras espaldas. Que deberíamos aquilatar sus hazañas antes de que nuestras anatomías terminen de crecer.

Si ahora mismo, en plena madurez, nos lanzaran el reto de definir una madre probablemente nos quedáramos con el adjetivo corto o tímido. No alcanzaríamos a explicar cómo una madre puede convertir un beso en gloria, un regaño en remedio, una palabra en bálsamo.

No sabríamos describir cómo es capaz de apaciguar una fiebre con una llovizna salida de su mano, de hacernos temblar en una despedida, de mostrarnos la mayor grandeza en su sencillez.

Todo hijo justo debería hincarse en la piedra del arrepentimiento por haberle causado sufrimientos a una madre. Debería sentir ardor en su rostro si ve bajar de los ojos de ella una lágrima o una nube de tristeza.

Este domingo cabalga en estas letras, sin pretenderlo, José Martí, quien sentenció que «los brazos de las madres son cestos floridos». En ese galopar no es difícil deducir por qué se dolía tanto de haberle causado congojas a su amadísima Leonor.

A ella escribió la primera carta, cuando apenas tenía nueve años. A ella envió, desde la prisión temprana, la foto estremecedora, en la cual le pedía al dorso: «…por tu amor no llores/ Si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ Tu mártir corazón llené de espinas…». A ella dedicó una de las últimas epístolas en vísperas de su viaje definitivo a esta tierra.

Este domingo reparamos en que absolutamente nadie se atrevería a apretujar una madre en un poema, en una dedicatoria, una de las postales de otro tiempo. Reparamos en las palabras sentidas del Apóstol o en la sentencia de una madre no cabe siquiera en un planeta. A ella y a su luz volveremos una y otra vez, en la victoria o el fracaso, en la adversidad o el laurel… ¡siempre!

 

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