Han pasado nueve años desde aquella sacudida nacional. Era el 7 de julio de 2013 y el «terremoto» ocurrió en el mismísimo Parlamento cubano, cuando Raúl se refirió valientemente a numerosos males que aquejan a nuestra sociedad. Habló sin tapujos de indisciplinas, vicios e ilegalidades, del «acrecentado deterioro de valores morales» y la pérdida de buenos modales o costumbres.
«A pesar de las innegables conquistas educacionales alcanzadas por la Revolución y reconocidas en el mundo entero por los organismos especializados de las Naciones Unidas, hemos retrocedido en cultura y civismo ciudadanos.
«Tengo la amarga sensación de que somos una sociedad cada vez más instruida, pero no necesariamente más culta», dijo entonces, y algunos lo miraron con sorpresa, como si tantos problemas o deformaciones, acumulados durante años, no hubieran estado rozándonos las mismísimas pestañas.
También se refirió a unas 45 manifestaciones y tendencias negativas (a la sazón se habían identificado 191) que estaban mancillando y menguando a nuestra sociedad. Esas conductas, —«conscientes estamos de que no son las únicas»—, estaban agrupadas en cuatro categorías diferentes: la indisciplina social, las ilegalidades, las contravenciones y los delitos recogidos en el Código Penal.
Pero acaso el mejor mensaje de aquel 7 de julio fue la reafirmación de que nunca debemos evitar el debate «con toda crudeza» sobre nuestras realidades, y que el primer paso para erradicar un problema es precisamente reconocer su existencia «en toda su dimensión».
Siguiendo esa premisa, tendríamos que repetir hoy, a muchas vueltas del reloj, una verdad como roca que parece golpearnos: todavía no hemos sabido poner en la cabecera de la nación ese discurso, cuyo mensaje debió marcar un antes y un después por el bien del país.
Ni hemos podido hacer que decrezcan la vulgaridad, la chabacanería, las transgresiones públicas, la música alta en el vecindario, el acaparamiento y la reventa de productos, el maltrato a la propiedad colectiva, el fraude escolar, junto a otras irregularidades en las aulas, las indisciplinas en estadios y otros escenarios, las ofensas verbales en las redes virtuales (y reales), además de otros males que han ido infestando nuestro tejido social.
Tampoco hemos logrado generar una discusión nacional sobre estos grandes temas, vinculados a la supervivencia de la nación y a los sueños de un proyecto social en el que prime la cultura.
Los propios medios de comunicación estamos rezagados en el tratamiento de tales problemáticas, en la búsqueda constante de sus causas, en la denuncia, el enjuiciamiento de procederes de las instituciones, en el señalamiento crítico y oportuno de los vicios y errores diarios.
Claro, no se trata de una batalla rápida, mucho menos de un solo sector. El propio Raúl expresaba en 2013 que el sagrado binomio escuela-familia tiene que ser el primero en inculcarles a los niños el respeto a las reglas de la sociedad. Y que los dirigentes (siempre en primer orden), las colectividades obreras y estudiantiles, entidades religiosas, intelectuales,
artistas y funcionarios, necesitan asumir actitudes más activas en estos asuntos.
Eso también es válido para la Policía, la Contraloría General de la República, los tribunales y otros involucrados en hacer cumplir la ley, como expresara el General de Ejército en esa memorable intervención.
El reto resulta mayor hoy, nueve años después, en un contexto de crisis económica, con cambios que han generado inercia en no pocos actores de la sociedad. Sin embargo, como decía el líder del Segundo Frente, «nada es más ajeno a un revolucionario que la resignación, o lo que es lo mismo, la rendición ante las dificultades. Por tanto, lo que nos corresponde es levantar el ánimo».
Y debemos hacerlo pronto, sin consignismo ni demagogia, con inteligencia; con persuasión, pero a la vez con coerción, creando verdaderas articulaciones y alianzas, concretando el famoso cambio de mentalidad (que tanto trabajo ha costado), poniendo la verdad por delante de todo, generando otros terremotos potentes, como aquel que sacudió a Cuba el 7 de julio de 2013.