Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Lo más grande del mundo

Autor:

Haydée León Moya

Hay muchas cosas que mi madre no recuerda. Se le han ido detalles. A los 97 años es algo que puede suceder. Pero del nacimiento de 13 de sus 14 hijos en La Escondida, en las profundidades de Monterruz, y de eso que ella siempre dice fue «lo más grande del mundo», no ha olvidado prácticamente nada.

Para que me hable de muchas cosas de «antes», ya tengo que ponerle una especie de pie forzado, y en ocasiones se queda en blanco. De otras esboza vagos recuerdos. Pero ahora le pido que me hable un poco de eso que considera «lo más grande», y enseguida su mente se va hasta 1961.

«Yo sabía leer y escribir cuando la Campaña de Alfabetización; tu papá y tus hermanos más grandes también, pero mi casa estuvo
abierta para los brigadistas. Para Mery, en especial. El cariño de todos avivaba su entusiasmo por lo que hacía y compensaba la angustia de sus padres, que no se opusieron, pero les preocupaba su jovencita de ciudad por aquellos montes. Era menudita, casi una niña... Tenía 14 años. Como casi todos los que se fueron a alfabetizar.

«En el comedor de nuestra casa estaban los que quizá fueron la mesa y los bancos de madera más grandes de todo Monterruz: espaciosos, para que cupieran a la vez todos tus hermanos. Pues desde que llegó Mery esa fue su escuela por el día. Allí aprendieron a leer y escribir con ella, en muy poco tiempo, muchos guajiros que de otra manera se hubiesen quedado analfabetos para el resto de sus vidas.

«Por las noches salía con su farol hasta las casas de los que vivían lejos de la mía. A veces se iba en una mulita que era para hacer los mandados de la casa, pero casi siempre se iba a pie, como los demás. Cuando regresaba (tardísimo), yo le tenía su agua caliente en una olla sobre brasas de leña; le limpiaba el fango a sus zapatos y le preparaba el uniforme para el otro día. Ella caía rendida: el cansancio la dominaba.

«Siempre decía que no había ido a darme trabajo, por eso de que yo me hice la obligación de dejarle bien limpias sus botas y atenderla bien en todo. ¡Pero era lo menos que podía hacer por ella! Era una muchacha muy cariñosa y sensible.

«Si te cuento algo que pasó un día… Pero no te rías: aquella vez Mery lloró, y yo con ella. Ocurrió el segundo día de las clases. Habían llegado los de los alrededores, entusiasmados por la idea de aprender a leer y escribir. Todos personas adultas y con una alegría que parecían niños en nochebuena. Serían unos siete u ocho campesinos ocupando el comedor desde muy tempranito, como el día anterior.

Mientras Mery organizaba las cartillas, les puse en la mesa unos caramelos, pero en una lata de esas de talco Mimí que venían creo de Italia o España, no me acuerdo bien (muy bonitas que eran, por ahí todavía deben quedar algunas).

«Entonces llega Mery, y antes de la lección pregunta: “¿A ver, quién me dice las vocales?”, y Ramona, que era una viejita muy sobresaliente, se para y dice que ella sí, que hasta podía ya leer un poquito, y cogió la lata donde estaban los dulces, puso un dedo sobre el rótulo del envase, famoso entonces, y «leyó» pausadamente: “Cara-melos de choco-late…”.

«Los demás, con cara de sorpresa, aplaudieron inocentemente la habilidad de la anciana, y Mery lloró. Eso no se me olvida porque no hay cosa más triste que el analfabetismo».

Hay otros detalles que mi madre quisiera recordar de aquella vez que Monterruz fue, como Cuba toda, un aula inmensa. Me dice que hasta hace poco se sabía de
memoria algunas cifras… Pero ya no: solo andan por su recuerdo las esencias de la hazaña aquella de muchos jóvenes, que usando lápiz, cartilla y manual se fueron monte adentro a enfrentar una de las más terribles desigualdades de entonces (en las zonas urbanas el analfabetismo estaba en el 11 por ciento, y en las rurales pasaba de 47) y su saldo doloroso de más de 2 000 000 de analfabetos absolutos y semianalfabetos en el país.

La huella que en su recuerdo dejó esa campaña de alcance nacional, impulsada cuando apenas había triunfado la Revolución, se traduce en esas cifras que mi vieja antes citaba con orgullo: desde un porcentaje superior al 20 (media nacional) en 1958, la cifra se redujo a 3,9 en 1961, y eso hizo posible que hace 60 años Cuba se declarara territorio libre de analfabetismo.

Como repite ella, en efecto: «Lo más grande del mundo».

 

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.