Si en algo parece haber coincidencias en el ámbito de los expertos, es en la idea según la cual la COVID-19 estará entre nosotros por largo tiempo. Algunos han hablado incluso desde la Organización Mundial de la Salud de que «puede no irse nunca», aunque eso no significa que la enfermedad resulte incontrolable.
Desde las redes sociales un internauta se ha expresado en términos de que el nuevo coronavirus será parte de nuestro día a día (como el catarro común, el VIH, la varicela u otras enfermedades). Se dice que estamos en presencia de una selección natural, y que resultará inevitable perder seres queridos. Es una situación nunca antes vivida, que golpea al mismísimo centro de un derecho en el cual pensamos los seres humanos desde que llegamos a este mundo y tenemos capacidad de razonamiento: el derecho de la libertad.
En este minuto, mientras sigo soñando con la vacuna y confío en nuestros excepcionales científicos, recuerdo haber escuchado en más de una ocasión, en voz del Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, que el actual combate del país contra el nuevo coronavirus no es una carrera de velocidad sino de resistencia, y eso, como él también ha dicho, incluye no desanimarse.
Interpreto entonces que, en estas circunstancias, quien se desespera pierde; quien no timonee con sensatez su nave en medio de la tempestad del confinamiento va por mal camino; y quien no anteponga a la mediocridad humana el amor, ya es un caído en el campo de batalla.
Paradójicamente, cuando esta lucha a brazo partido por vivir debería igualarnos y unirnos a nivel planetario, seguimos viendo escenas del absurdo y de la soberbia humana: los peores de esta película, los mandamases del norte, atizan el fuego del odio, y a esa cuerda se pliegan mercenarios que pretenden romper nuestro hechizo de hermandad nación adentro, quebrar una unidad y un sentido de la armonía social que sobrevive heroicamente a pesar de todas las agresiones y cercos, a pesar de cualquier carencia material, error, lentitud, o ineficiencia existentes en lo interno.
En esta historia de peligros, incertidumbres y confinamiento por cuenta de la COVID-19, los cubanos hemos consolidado nuestro magisterio en eso de bordar lo táctico. Sabemos incluso que en el terreno de la resistencia personal y familiar hay beneficios que no se conseguirán con dinero, pues solo la solidaridad y otros buenos resortes de la voluntad humana harán posible la solución de determinadas necesidades.
Nosotros, preparados para caer de pie como saben hacer los árboles —y esa imagen, para mí inolvidable, la escribió para uno de sus libros el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque—, sabemos dar más de nosotros mientras más difíciles son las circunstancias; somos como ese artista nuestro, amenazado de muerte por el mercenarismo, que a pesar de todo tiene dentro de sí solo amor y música para dar, con un alma incapaz de ser envenenada con el odio circundante, y con estirpe de árbol, que da su mejor resina mientras más le atacan.
En esta hora, la martiana fórmula del amor triunfante, y lo sabemos, es el único camino posible. En medio del lógico cansancio y solo movidos por lo más puro, podrán seguir adelante nuestros médicos y científicos, los agentes del orden, los maestros, los trabajadores de servicios imprescindibles, los que dirigen y se deben al pueblo; y detrás de ese ejército de vanguardia, que no hace pausas pero que sabe aplicar muy bien las tácticas del corredor de fondo, seguirán batallando todos los cubanos de bien, los que saben preguntar al otro, tras protagonizar un gesto generoso, si «somos o no somos…», o «para qué estamos…», u «hoy por ti, mañana por mí…», o esa frase que para algunos podrá resultar sensiblera, de novela radial del siglo XX, pero que no por gusto nuestros abuelos pronunciaban desde la pasión y el convencimiento más rotundos y hermosos: «el amor todo lo puede…».