En enero de 2015, Juventud Rebelde, el periódico en el que estuve escribiendo por años, publicó un comentario mío en el que informaba a mis muchos o pocos lectores que me retiraba de las letras y las palabras.
Creo decir verdad que lo hice con pesar, pero con satisfacción. Lo que tanto había deseado en mi vida se hacía realidad. El Presidente cubano Raúl Castro y su homólogo estadounidense habían hecho una declaración pública en la que afirmaban que se había llegado a un acuerdo para dar los primeros pasos hacia una normalización de las relaciones entre ambos países.
Estados Unidos, país donde he vivido por decenas de años, aceptaba, por primera vez desde el triunfo de la Revolución del 59, que se habían equivocado en su política hacia Cuba y que era de locos mantener una ruta que solo los había llevado al fracaso, una y otra vez.
El presidente Barack Obama, el primer hombre de la raza negra que llegaba a la Casa Blanca como su jefe, aceptaba que todas las administraciones anteriores a él cometieron el error de subestimar la decisión del pueblo cubano de ser libre y soberano.
Por supuesto que eran de aplaudir los pasos que estaba dando aquel hombre que se atrevía a hacer lo radicalmente contrario a lo que habían hecho sus antecesores.
Por supuesto, había que aplaudir con la misma fuerza el valor que tuvo el Presidente cubano de aceptar el reto. Al Gobierno cubano lo habrán acusado de mil formas tanto amigos como enemigos, pero no de tonto. Los pasos a seguir eran sumamente peligrosos, ya que era como caminar sobre una tembladera, tratando en todo momento no dejarse tragar por ella.
Se sabía, y creo que lo escribí en ese enero de 2015, que Washington no estaba eliminando la idea de cambiar el rumbo de la Revolución Cubana, sino que lo que eliminaba o trataba de eliminar era la forma de hacerlo. El lobo cambiaba su piel, pero no sus instintos.
De todas formas, era un juego de ajedrez que movía su dinámica y los jugadores cubanos no le tuvieron miedo a las nuevas jugadas.
En esas circunstancias fue que decidí que para mí había llegado la hora de dejar de escribir. Lo que por tantos años había deseado llegaba al principio del fin. Pensaba que la locomotora había empezado a rodar por la vía correcta y que poco a poco todo iba a ir cambiando, que todo marcharía en la dirección correcta, y que como ha dicho en muchísimas ocasiones Raúl Castro, todo seguiría yendo «sin prisa, pero sin pausa».
Bueno, pues tengo que aceptar que me equivoqué. Tengo que aceptar que no todo iba por el camino correcto, tengo que aceptar que este país es más complicado y complejo de lo que muchos piensan, que aquí no todo es blanco o negro, excepto, quizás, en la cuestión racial, dado que, en la realidad, la mayor parte de la población estadounidense blanca odia a los estadounidenses negros y los miran con desdén.
Hay que reconocer que, de vez en cuando, al establecimiento político de este país la bola se les va de las manos. Evidentemente, se les fue de las manos cuando Nixon en los años 70, cuando George W. Bush al principio de este siglo y se les ha escapado ahora, hace solo un año, cuando el mitómano, enfermizo y narcisista de Donald Trump ha llegado a las riendas del poder.
Lo que pensábamos era que Hillary Clinton iba a llegar a la presidencia de Estados Unidos y que más o menos iba a continuar la política de Obama sobre Cuba. Incluso, se podía llegar a creer que los pasos que no había dado Obama, aunque podía haberlos dado, los tomaría la señora Clinton. Lo peor que se podía pensar que sucedería era que se detendría donde Obama había llegado. En todo caso, no era absurdo pensar lo anterior ya que la misma base electoral que apoyaba a Obama ahora estaba apoyando a la señora Clinton.
«La vida te da sorpresas», dice la canción del panameño Rubén Blades, y a todos nosotros la vida nos sorprendió con que una persona como Donald Trump llegara a ganar la presidencia de Estados Unidos y que, con ello, se empezara a cambiar la política hacia Cuba. Es por ese atorrante y absurdo cambio, que escribo este comentario, a pesar de haber decidido, hace tres años, colgar mis guantes.