Renqueante y asmático, el tranvía trepaba trabajosamente la cuesta de la calle San Lázaro. Desde la distancia, yo contemplaba la escalinata universitaria presidida por el recio cuerpo mestizo del Alma Mater, madre nutricia, con sus brazos abiertos, siempre acogedora. Algún día, pensaba, iniciaré mis estudios en ese centro docente, ya legendario.
La Universidad habanera está cumpliendo sus 290 años. No es de las más antiguas, pero su trayecto marca la historia de nuestra nación. Fundada en San Gerónimo, su impronta esencial se asocia a la Colina, al batallar durante la República neocolonial y al proceso transformador impulsado por la Revolución Cubana.
Bajo la intervención norteamericana, Varona propuso su rediseño con vistas a una modernización orientada al desarrollo del país mediante la formación de profesionales encaminados al estudio de la ciencia y la técnica. No pudo percatarse el pensador positivista de que la dependencia económica condenaba al fracaso su ambicioso proyecto. Para responder a la demanda de las empresas, la Universidad egresaba contadores públicos, pero no tuvo Facultad de Economía.
Uno de los rasgos originales de la historia de nuestra América se manifiesta en el movimiento de Reforma Universitaria que, desde su aparición en 1918, se expandió desde Córdoba hacia todo el subcontinente. Por primera vez, la academia se planteaba la emergencia de romper los muros que la separaban del conjunto de la sociedad. Su función dejaba de reducirse al entrenamiento de especialistas calificados para asumir responsabilidades de mayor envergadura ante los conflictos que aherrojaban el desarrollo de cada país.
Mella comprendió el alcance del desafío. Reforma docente y revolución transformadora resultaban inseparables. La fundación de la FEU y de la Universidad Popular José Martí orientada a la educación de los obreros constituyeron las primeras señales de cambios más profundos.
En el enfrentamiento contra la dictadura de Machado, el 30 de septiembre de 1930 cayó, herido de muerte, el joven Rafael Trejo. La escalinata se había convertido en centro de los grandes acontecimientos que estremecieron la ciudad. De ahí bajaron las antorchas que rindieron homenaje al Apóstol en el año de su centenario.
Desde mis días de estudiante, el contacto con la Colina ha sido permanente. Algo aprendí en las aulas. Tuve algunos buenos maestros. Debo buena parte de mi formación al intercambio con mis coetáneos en el entorno de la galería de los mártires y de la entonces llamada Plaza Cadenas, hoy Agramonte, a las acciones en que participé, al diálogo con los independentistas puertorriqueños y con aquellos otros que intentaron construir un proyecto liberador en Guatemala. Entre todos, íbamos tejiendo sueños de porvenir, donde la Universidad renovada encontraría su esencial razón de ser como obra colectiva y fuente de creación al servicio de la sociedad.
Triunfó la Revolución y hubo reforma verdadera. Fue un proceso que se prolongó en el tiempo, más allá de la proclamación de sus documentos normativos.
En la base de la pirámide, el departamento vertebraba docencia e investigación. Surgieron nuevas carreras, como las de Economía y Biología, de tan promisorio futuro. Dejamos de ser meros reproductores de información anquilosada. Clave fundamental de soberanía plena, estábamos en condiciones de producir nuevos saberes, atendiendo a las exigencias de la inmediatez y a una perspectiva de desarrollo a largo plazo. Contábamos con la colaboración de especialistas llegados de la América Latina, de los Estados Unidos y de Europa. Se sentaron las bases fundacionales de los centros de investigación científica. En pocos años, el salto hacia adelante fue prodigioso. La implementación del sistema de becas favoreció el acceso de los marginados de siempre a la Educación Superior. De manera natural, la Universidad se integraba al proyecto de construcción de un país que comprometía a profesores y estudiantes.
En visitas frecuentes a la Colina, Fidel pulsaba la realidad de ese universo juvenil inquieto y viviente. A su lado, Chomy Miyar, rector inolvidable para los de entonces, nos convocaba a abrirnos hacia un horizonte ambicioso sin desentendernos de un contexto social heredado del subdesarrollo. Desde el anonimato del aula, nos sentíamos partícipes y, por tanto, responsables de la edificación de la obra mayor.
En medio siglo, a escala planetaria, muchas cosas han cambiado. El dominio del capital financiero tiene su contraparte en la difusión de una ideología neoliberal que permea todos los ámbitos. No excluye a la educación y la cultura. Los colonizados de ayer siguen exportando materias primas sujetas a los caprichos del mercado para recibir productos de alto valor agregado, seducidos además por imágenes que incitan al consumismo. En nombre de la racionalidad económica, se anulan conquistas obreras que parecían irreversibles.
La precarización del empleo alcanza también a los trabajadores intelectuales. Mal dotada, en América Latina la universidad pública cede el paso a la privada. Como ocurriera hace cerca de un siglo, los jóvenes empiezan a salir a las calles para reclamar facilidades de acceso a la Educación Superior convertida en proveedora de fuerza de trabajo hecha a la medida de la demanda de las empresas. Sometida al arbitrio de un mercado implacable, la Universidad renuncia al desempeño de su papel como fuente viva de un pensamiento renovador.
Ante la arremetida de la derecha, una izquierda fragmentada tiene que buscar las bases de una plataforma común. En ese programa, la temática universitaria habrá de encontrar el espacio que le corresponde. En el centenario del movimiento reformista de Córdoba, no podemos revisitar la historia desde una perspectiva arqueológica. Es ocasión propicia para desatar una tormenta de ideas al servicio de los grandes desafíos de la contemporaneidad.