Si un hombre parte camino a la utopía, dispara balas de sueños, trama mañanas imaginarias y regresa con triunfos eternos, puede que digan que está loco. Qué más da si no hay corduras sanas.
Pero si alguien no tiene más sendas que la escogida, aunque sea una quimera; más armas que las del combate, aunque sean mortíferas; y más países que el mundo, aunque haya que gastarse varias vidas en darle luz... tildarlo de irracional sería el peor asesinato. Porque ese hombre no va hacia un ideal; ese hombre es la utopía.
¿Dónde empieza la utopía? ¿Dónde acaba? ¿Puede acabar lo que no existe? ¿Cómo nace lo que nadie ha visto? Algunos dirán que solo aparece en los diccionarios, para ponerle un nombre a la nada. Otros sabrán que es el modo de llamar a todo. Los cobardes indicarán que es lo inalcanzable. Los valientes explicarán que es el itinerario.
¿Tú crees en las utopías? Yo he visto a un joven que las buscaba en todas partes. Las procuraba allí donde casi no había realidad, y se planteaba siempre una receta inteligente y sensible para construirlas. Mejor aún: lo intentaba. A veces levantaba fortalezas completas. Para otras dejaba los planos y los primeros bloques.
Andando por un continente en moto se hacen diagnósticos sociales demasiado verdaderos. Partiendo adonde no hay justicia a luchar por ella se hacen políticas demasiado reales. Hubo y hay un hombre-utopía que no creyó en límites o padecimientos, que no se acomodó al lado del camino, ni edificó revoluciones desde un libro de texto.
Ejerció su práctica de doctor como nadie: descubrió el lugar exacto de donde nace la vida. Caminó con decisión hacia el espacio marcado en el mapa del alma humana, y señaló, resolutivo, allí donde más late la verdad: en la lucha. Sus pacientes tuvimos que creerle cuando nos enseñó sus propias entrañas.
Se confía en su vida porque no tuvo vida. O tal vez la tuvo más que cualquiera. Prefirió pagar todas las cuotas del sacrificio que él mismo consideró intercambio al premio del deber cumplido por avanzar hacia el ser renovado del horizonte. «Haremos el hombre del siglo XXI: nosotros mismos», pronosticó en El socialismo y el hombre en Cuba, el más poético proyecto de vida que se haya escrito jamás.
De nada vale la utopía si uno no está seguro de que no se consigue fácil. «El camino es largo y lleno de dificultades», lo supo y lo contó. Y puso fecha de vencimiento a sus obsesiones cuando recalcó que la imagen de ese hombre que se gestaba en el período de construcción del socialismo no podría estar nunca acabada porque marchaba paralela al desarrollo de nuevas formas económicas.
«Ya vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la auténtica voz del pueblo. Es un proceso que requiere tiempo», auguró, y se lanzó a no dejar ir el suyo sin una lucha capaz de acelerar revoluciones. Sobre todo, a hacer que no fuera suyo, sino nuestro y de siempre.
«A riesgo de parecer ridículo», mostró alto y claro sus sentimientos de amor, los que guían al verdadero revolucionario, creció con total espiritualidad, ante el rostro consternado de quienes le han endilgado frialdades a prueba de fuego. Pero no fueron cursilerías para escribir best sellers de aventuras, sino sus definiciones puras de destino y lucha para quienes lideran las liberaciones.
«Quizá sea uno de los grandes dramas del dirigente; este debe unir a un espíritu apasionado una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita», recetó con la grandeza de quien sabe poner a salvo los sentimientos detrás del obrar más pasional.
¿O hay otro modo más romántico de soñar que hacer? No son todos los que se lanzan tras lo imposible con la misma tranquilidad con la que cualquiera trazaría un plan de los más convencionales. Da igual que fuese en Chile con los mineros del cobre, o con los enfermos del Perú, con la causa democrática de Guatemala, con sus primeros pasos por Cuba desde México, con el Congo, con Bolivia… siempre habría algún lugar para el espíritu incombustible del Che.
«Si se respetan las leyes del juego se consiguen todos los honores; los que podría tener un mono al inventar piruetas. La condición es no tratar de escapar de la jaula invisible. Cuando la Revolución tomó el poder se produjo el éxodo de los domesticados totales; los demás, revolucionarios o no, vieron un camino nuevo».
¿Acaso hay mejor descripción de Cuba en aquellos años? ¿Y siempre? Bien sabía el guerrillero llegar a lo más profundo del alma humana. Porque había hurgado en la suya y sabía cómo rebelarse ante uno mismo. Y no lo disimulaba. El politólogo y teólogo brasileño Frei Betto recuerda su fascinación por el Che desde que era un muchacho, en compañía de otros que anhelaban las mismas quimeras.
«Cuando se es joven, a una buena causa le basta el diez por ciento de razón, 40 de emoción y 50 de estilo, ese “saber vivir” con que los vencedores arrancan de los pobres mortales una admiración incontenida y una envidia secreta», describió al recordar la seductora estampa de Ernesto Guevara, «con aquella sonrisa burlona de quien desconcierta al enemigo» y luego, décadas después, cuestionando ante las conciencias revolucionarias a quienes no osan entregar su vida por una causa altruista. Che estaba en paz con la historia y lo sabía. O quizá no. Y por eso siguió luchando hasta el fin. Si es que existe el fin de la utopía…
No hay mejores soñadores que los que abren los ojos para vivir sus quimeras. Se imbuyen bien de los ideales para construir verdaderas posibilidades, aun a riesgo de contar solo con la ruta de los imposibles, y de ver la filosofía mundial desde un inédito prisma latinoamericano que todo lo puede, todo lo cambia, todo lo tergiversa, todo lo explica.
«El pensamiento del Che no opera con almas bellas, ángeles puros ni vírgenes imaginarias. Sabe perfectamente en donde está pisando y desde qué grado de putrefacción social —individualismo, egoísmo, competencia, etc.— hay que comenzar a crear el hombre nuevo y la mujer nueva», enuncia el estudioso Néstor Kohan, visionario que definió el guevarismo como el marxismo bolivariano. Bien se sabe que este es un idealismo práctico y teórico que todo lo piensa. Se sabe también que, colmo de la coherencia revolucionaria, se manifiesta mejor con el cuerpo en la batalla.
¿Hasta dónde es utopía la vida del Che? Quizá sea el más terrenal de los mortales, aunque la historia se empeñe en alejarlo de cualquier galaxia de posibilidades. Pero Ernesto Guevara dio sentido al existir y no anduvo detenido en los baldíos terrenos de la satisfacción mundana. Medio siglo después de su último respiro, sigue siendo los pulmones de una América Latina herida.
Alertó una vez el entrañable Fernando Martínez Heredia que no podía verse al Che como el hombre que fue demasiado bueno en un mundo muy malo, contexto que lo hizo incapaz de transformar y ser entendido. Ese no es destino para quien encanta a generaciones y provoca rebeliones desde su inmortalidad. Fernando lo entendía como pocos. La juventud de izquierda del mundo se lo echó al bolsillo del alma como biblia de la libertad. Cuba, Fidel, y todos los tiempos posibles de este archipiélago guevariano también.
Porque no era nada del otro mundo. Nadie sabe que camina hacia la utopía. El que emprende el viaje la ve posible, real, común. Lo dijo Che bien claro en Guerra de guerrillas, su epopeya escrita y pensada para regalar cada letra a Camilo por inspirarla: «La cualidad positiva de esta guerra de guerrillas es que cada uno de los guerrilleros está dispuesto a morir, no por defender un ideal sino por convertirlo en realidad».
Esa es la clave. Las utopías no existen. Lo que no existe no acaba. Siempre se camina hacia ese ideal. Y siempre está solo a dos pasos: nacer y luchar.
«No solo no soy moderado, sino que trataré de no serlo nunca, y cuando reconozca en mí que la llama sagrada ha dejado lugar a una tímida lucecita votiva, lo menos que pudiera hacer es ponerme a vomitar sobre mi propia mierda». (Carta de Ernesto Guevara a su madre, México, 15 de julio de 1956)