Así como un gesto sincero o una palabra limpia, una fotografía puede convocar de repente toda la fragilidad de quien la mira. Fueron unos segundos escasos, y la imagen, rescatada por un documental, alcanzó a golpearme. Estaba él, de manos atadas, flaco, sucio, mechones enredados, ojos extrañamente tranquilos para las circunstancias. Era la antesala de la muerte y de seguro lo sabía.
Siempre ha sido duro ver su cuerpo tal cual era a finales de la épica de Bolivia y justo al inicio de la mística guevariana: su cadáver viviente, la mirada escrutadora de mesías... Pero esa imagen en particular me mostró sus pies de aquel octubre ingrato de 1967.
No llevaba botas. No iba descalzo. Los pies del guerrillero, los pies del Che, los pies del Comandante de la Revolución Cubana estaban envueltos en un zapato pobre, rudimentario; pudieron ser unas chancletas hechas de goma y tiras de piel, que llaman abarcas; tal vez ni siquiera llegaban a eso.
Y si la fotografía me desarmó no fue por pensar, como bien lo haría algún enjuto de alma, ¿cómo pudo quien fuera ministro, quien llegara a presidir el Banco Nacional o bien pudiese haber vivido tranquilo, con merecimientos y glorias de sobra, terminar su vida hambreado y sin zapatos?
Lo que me conmovió fue advertir en aquellos pies frágiles toda la determinación captada tiempo atrás por Korda, la convicción de seguir un destino signado por un amor tremendo a la humanidad, y una conciencia completa de que el universo personal vale en la medida de cuánto se pueda hacer en función de los que por tener tan poco no tienen ni sueños. Una convicción, un amor y una conciencia difíciles de entender y más aún de emular.
Los pies mal calzados de Ernesto Guevara de la Serna me recordaron que sus enemigos no han podido nunca asesinarlo, no por la temeridad que le permitía combatir de pie ajeno a los caprichos de las balas ni por la batalla frontal y casi a muerte con sus pulmones maltrechos en medio de la sierra y de la selva; no por sus maneras ásperas y sin imposturas de hacer lo correcto ni por su afán de estudiar para construir.
Lo que lo hace vivo, mito, santo, camino… y lo que no le perdonan los que creen en la inevitabilidad de pocos ricos y miserables por millones, es su consecuencia; la virtud y la fuerza moral de hacer coincidir pensamiento y acción, de no dejar en palabras los discursos ni en utopías los ideales.
Porque cometió la herejía de la consecuencia, comió el Che la misma ración magra de su tropa de rebeldes sin barba, adolescentes que aprendieron el sentido de la revolución porque su jefe predicaba desde los sacrificios propios. Y estimuló la crítica de la obra que fundaba porque no creía en las invulnerabilidades del poder ni en las revoluciones con punto final.
Volvió a comer con los obreros y a montarse en sus camiones. Puso bloques, cortó caña, dominó maquinarias, porque el trabajo voluntario no era para las masas vistas desde arriba como entes sin nombre, sino para el pueblo, del que los dirigentes deben ser alma y también parte humilde.
Zarandeó a la burocracia, y no premió a los obedientes por el mero hecho de serlo ni estigmatizó a los incómodos por la misma razón. No se apegó a nada material que sus responsabilidaes pudiesen proveerle.
Y, esencialmente, demostró que su autodeclaración de hijo de América toda no había sido mera retórica, y que los que fingen confundir aventura con justicia e imposible con involuntad no exhiben más que su apego ramplón a la comodidad del inmovilismo.
Por eso es molesto el Che y por eso quieren mancharlo; les asusta su eternidad ajena a mármoles, intentan hacerlo marca, acomodarlo dentro de la tiranía del mercado y sus esclavos, para acabar por retroceder cuando aparece citado, como símbolo de las causas más genuinas, cuando surge en la pasión de la gente que lo comprende, que dialoga, que incluso le reprocha, como no se puede hacer con un héroe sacrosanto, pero sí con un joven que juega ajedrez, que mima a sus hijos, que recita y graba textos de Neruda, que firma con simpleza, Che.