Las letras se aprietan, caen. Los rasgos hablan de la agonía de una dama nonagenaria por domeñar la mano vacilante, por superar la falta de visión. La esquela está firmada por la Premio Cervantes Dulce María Loynaz y tiene como destinataria a Alicia Alonso. Es diciembre de 1996: «Creo recordar que una vez escribí que Alicia se movía como una luz y en efecto esa es la sensación que da cuando baila».
El hilo de la memoria enhebra medio siglo. La aureola de la bailarina ha inflamado a la poeta bien temprano y en la gala inaugural de la compañía que la Alonso decide fundar, Dulce María ocupa asiento. Es 28 de octubre de 1948, en el antiguo teatro Auditórium de La Habana.
Poco tiempo después, en el periódico El País aparece la reseña de la Loynaz. Dedica unas líneas a la leyenda de Giselle. Parece que no bastan las palabras para atrapar el gesto, para aprehender la atmósfera. La subjetividad artística resulta siempre un pedazo de mar por conquistar; pero la escritora lo intenta. Es la poesía quien prueba su linaje:
«Isadora Duncan dice sencillamente, casi como si hablara a la ligera, que la bailarina debe moverse como una luz, posarse en la tierra con la naturalidad de un rayo de luz (...) ninguna otra bailarina ¿excepción hecha de su propia rival Ana Pávlova? ha asimilado mejor la gran sentencia de Isadora Duncan como esta nuestra Alicia Alonso. (...) Ella es de veras una luz que se mueve. Ella es leve, ondulosa, casi traslúcida».
El destino me deparó la suerte de conocer a Dulce María Loynaz, de traspasar la verja de su casa del Vedado, de verla en su sillón secular, frágil como lirio; pero intacta su mente de ceiba. No era dada a la lisonja vana. Mucho ha de haberle impresionado la velada, para que la llama de su poesía ardiera al compás de la danza. En todo caso, conmueve este pasaje literario, en que dos mitos de la cultura cubana se abrazan.
Otro regalazo es haber visto a Alicia en las tablas. Y cuando bajó de estas, bailar con las manos. Y bailar aún, cuando se inclina levemente, cuando arquea los brazos y los pliega, desde el balcón del Gran Teatro de La Habana que hoy lleva su nombre. Una reverencia, una señal mítica para que todo comience.
Eduque el arte con sus grandezas. Venga la alabanza a la grandeza auténtica, no a la pose interesada. A la crítica oportuna, no al silencio cómplice. Al pensamiento propio, no al papagayo repetidor. Al valor profundo, no al populismo de ocasión. A Martí siempre habrá que volver, a su célebre artículo Sobre los oficios de la alabanza, publicado en el periódico Patria el 3 de abril de 1892:
«A quien todo el mundo alaba se puede dejar de alabar, que de turiferarios está el mundo lleno, y no hay como tener autoridad o riqueza para que la tierra en torno se cubra de rodillas. Pero es cobarde quien ve el mérito humilde y no lo alaba. (...) El corazón se agria cuando no se le reconoce a tiempo la virtud. (...) Y a los corazones virtuosos ni hay que hacerlos mudar, ni que dejarlos morir».