Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿Timonazos con aguardiente?

Autor:

Juan Morales Agüero

La pregunta merodea por el pensamiento con inusual frecuencia: ¿conocen efectivamente todos los conductores de vehículos las responsabilidades que asumen y los riesgos que enfrentan cuando toman sitio detrás de un volante? A veces se llega a ponerlo en solfa. ¡Es que se ve cada cosa en las carreteras! Desde un raid de velocidad entre camiones atiborrados de pasajeros hasta una juerga etílica entre amigotes a nivel de cabina.

Se trata de una manera macabra de retozar con la tragedia. Si desafiar el cuentamillas es proceder de locos, salpicarlo de aguardiente es conducta de suicidas. Lo más terrible es que, a pesar de los fallecidos y de los lesionados, pocos conductores rectifican por cabeza ajena. Muchos se dan golpes de pecho: «Eso no va conmigo (hip)..., porque yo (hip)..., cuando estoy en tragos (hip)..., es cuando mejor manejo (hip)». ¡Mentiras!

La ciencia ha establecido que volante y bebida son enemigos jurados. Cuando ambos coinciden, quien pierde siempre es la capacidad del chofer para conducir. Un simple mareo deteriora de tal forma las percepciones y las facultades sensoriales del conductor que lo neutraliza para calcular distancias y velocidades. Por si no bastara, lo inhabilita también para fijar la vista en un punto concreto, con el lógico índice de error a la hora de identificar objetos y señales en la vía.

Otro rasgo distintivo del alcohol es que produce euforia, ardor, exaltación, ímpetu... Y, si el eufórico resulta ser alguien que va al timón de un vehículo... ¡a taparse los ojos! Seguramente sobrevalorará sus aptitudes para conducir a ritmo de vértigo. En semejante situación, sería capaz de tomar decisiones de alta peligrosidad, algo que hubiera desechado en otras circunstancias. «Puedo adelantar a aquel carro», dirá en su etílica aventura sobre ruedas. Acto seguido oprimirá el acelerador hasta el fondo y, unos metros más allá... ¡pummm!

Si llega a colisionar, casi siempre será el chofer ebrio quien sufrirá las peores consecuencias, pues el alcohol suele afectar el funcionamiento de los reflejos. Por tanto, la reacción instintiva ante un choque —cubrirse el rostro, encogerse, saltar fuera— no se produce con la premura exigida. Además, la embriaguez reduce la respuesta del organismo a los politraumas, por lo que las heridas pueden ser más graves si la persona accidentada ha empinado el codo más de la cuenta.

Desde hace años un retruécano con ínfulas de consejero advierte a los conductores: «Si tomas, no manejes, y si manejas, no tomes». Quienes han seguido a pies juntillas la sugerencia, se vanaglorian todos de continuar en el mundo de los vivos. En cambio, no pocos de los que hicieron oídos sordos son hoy apenas una referencia de mármol a la vera del camino.

Cuando se reflexiona sobre este tema, llegamos a la conclusión de que muchas tragedias se pudieran evitar si el sentido común prevaleciera sobre las tentaciones. La pregunta acude entonces a merodear por el pensamiento: ¿conocen efectivamente los conductores de vehículos las responsabilidades que asumen y los riesgos que enfrentan cuando toman sitio detrás de un volante?

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