Riqueza y pobreza parecen escribir una nueva trama en Cuba. Los argumentos asoman a diversas escalas, desde la humilde y justiciera escuela pública, con sus fiestecillas extrañas y otras diferenciaciones emergentes, hasta los debates parlamentarios.
No fue casual que el tema de los «caudales» y las propiedades aceptables en el contexto futuro, y sus consecuencias, encendiera los debates sobre la conceptualización de nuestro modelo de socialismo en la anterior sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Entre las más desafiantes preguntas que nos impone el modelo consensuado está precisamente el cómo congeniar el reimpulso económico —que coincidimos requiere de la apertura a formas privadas de propiedad—, con la existencia de una auténtica igualdad de oportunidades, uno de los principios más sensibles e irrenunciables que hacen valer la Revolución.
Recordemos que la inmersión en el escenario de un socialismo de convivencia entre diversas formas de propiedad, y por derivación de ingresos, cuando venimos de tristes arrastres de estratificación social, ya marcan la evolución del proceso político cubano.
Los extremos entre los que más y menos tienen no son siquiera difíciles de marcar hoy, cuando solo estamos comenzando la pulsada de coexistencia entre la propiedad pública y la privada, esta última a escalas no conocidas en décadas en el modelo socialista criollo.
Esa ya punzante distancia social me la graficó sentimentalmente la coincidencia en el tiempo entre la muerte de una humilde campesina, en la comunidad intramontana guantanamera de El Güirito, a los 81 años, sin que en toda su existencia hubiera disfrutado de un refrigerador o un televisor —a quien conocí tras el paso del huracán Matthew—, con los primeros anuncios, en fecha reciente, de las salidas de cubanos como turistas al continente europeo.
Disparidades como la anterior, surgidas a contrapelo de la política de igualdad —que incluso pecó de igualitarista— de la Revolución, nos advierten que junto a la preocupación por cuáles serán los límites —o no—, que tendrá el enriquecimiento en el país, se precisa hacer el acento en cómo enfrentar la pobreza que años de acoso imperial y deformaciones internas nos dejaron y, sobre todo, en que esta no derive, como es previsible, en un declive irreversible de la igualdad de oportunidades.
El caso de la anciana güiriteña nos recuerda que la igualdad de acceso no siempre implica igualdad de oportunidades. El reconocimiento de que lo primero no conlleva por derivación a lo segundo lo hizo Fidel en el año 2000 —como recordé en el comentario Los primeros turistas y el resto de la pirámide—, ante un auditorio de afrodescendientes, en la iglesia norteamericana de Riverside.
En aquel encuentro Fidel reconoció que tardaríamos tiempo para descubrir que la marginalidad, y con ella la discriminación racial, es algo que no se suprime con una ley ni con diez leyes.
De ahí lo relevante de que admitamos, en principio, que la actual apertura de nuestro modelo de socialismo ubica a la Revolución frente a una inusitada dinámica económica, social, política y moral, que favorecería el resurgimiento y expansión de las élites.
Y el hecho de que Cuba esté ante este dilema no es nada exclusivo, porque el derrumbe del socialismo soviético y del este europeo reubicó a las élites en un lugar central de la teoría social. Desde la posición de los ideólogos de derecha, aquel fracaso demostró que las élites son ineludibles y que sería una fantasía pensar en su eliminación.
Pero mientras más se profundiza en lo que el elitismo significa, menos acomoda en los postulados por los que sacrificaron sus vidas tantas generaciones de revolucionarios en este archipiélago, y menos aún debe encajar en las transformaciones en marcha.
El país necesita erigir muchas cosas, pero no un Olimpo para «elegidos». En todo caso lo que buscamos es el ascenso del pueblo —a su estado soñado de bienestar—, para que no sea la víctima de la trama entre riqueza y pobreza.