Son como mundos en miniatura. Algunos con más o menos ribetes coloreados, pero mundos al fin. Muchos suelen tener nombres asombrosos como Tacita de Oro, Casita Azucarada, Pequeño Volodia... Cada uno, con un significado real y otro creado por la fantasía de sus pequeños habitantes.
Casi nadie debe acordarse del primer día en que pisó un universo mágico como esos, porque éramos tan chiquirriticos cuando fuimos presentados en la sociedad infantil que los recuerdos deben habérsenos quedado enredados entre los cabellos de las muñecas o las ruedas de los carros.
Quienes sí se acuerdan bien son nuestras madres, porque no hay cómo olvidar el proceso de adaptación en el cual pocos se quedaban contentos en brazos de una «mamá» desconocida, mientras se alejaban, entre lágrimas, muchas de las progenitoras por el despegue inevitable.
Dicen que es difícil almacenar recuerdos en la primerísima infancia, mas yo guardo en mi memoria el diario ritual de pasar frente a la enfermera para mostrar los oídos, las uñas y la nariz, como para evitar que entraran «plagas» a aquel universo de sueños y juegos.
Al principio se está como en tierra extraña, pero después uno aprende a amar el olor del chícharo humeante de la cocina, o añoras que tus padres den el permiso para que te bañes en la pileta, aprendes cómo pasar por debajo del trencito de concreto sin golpearte la cabeza, y hasta sueñas con los juegos en colectivo cuando llegan los fines de semana.
Fue allí donde una seño me penalizó con un shido por pasividad, después de dejarme morder la nariz por una «amiguita» y yo, tan amigable, solo me puse a llorar. Esa fue la época de mi debut en una banda, de la primera obra de teatro de mi vida, cuando conocí a Martí y sus Zapaticos de Rosa. Incluso, creo que yo comencé a ser periodista en el círculo infantil. Como estaba claro que no cantaba nada bien, me dieron una cuartilla con la tarea de que mis padres me repasaran todo lo que decía hasta que me lo aprendiera. Después escogerían, entre Charito y yo, cuál de las dos lo hacía mejor. Quizá ni la propia maestra de preescolar sepa que muchos años después las dos continuaríamos siendo amigas y juntas estudiaríamos Periodismo. Así de enigmáticos son los caminos que comienzan en el círculo infantil.
Por eso, a veces me pregunto qué sensaciones experimentará mi pequeño cuando llega al salón y Angeline le grita: «¡Ale, ven, ven!», mientras Harold, Samantha, Aaron, Natalia, Javi y César aplauden y salen a su encuentro, lo abrazan y alguno hasta lo besa, como los más grandes amigos.
Me gusta llegar a escondidas para disfrutar cómo arma sus torres con piezas de colores o para complacerme mirando con quién le gusta compartir, o lo bien peinado y arreglado que lo tienen las seños cuando lo recojo.
Mi hijo adora ese mundo donde reina un espantapájaros en la huerta. Lo sé porque casi nunca quiere irse a casa y me obliga a despedirnos de los peces, los dibujos de los carteles, las jicoteas y hasta de Pepe, el de Elpidio.
Y cuando por fin nos vamos, después de que Angeline haya exigido: «¡Ale, dame un beso!» y él, a veces, la complazca, yo ruego porque no hayan quitado la bandera todavía, porque entonces el pequeño patriota empieza a señalar el asta y a gritar «¡Cuba, Cuba!», para que vuelvan a izar la enseña tricolor.
El círculo infantil es un mundo en miniatura o, mejor, una patria para chiquitos. Ojalá esos universos de aprendizaje y ensueños pudiesen multiplicarse en nuestro país, para que todos los niños construyeran allí sus primeros recuerdos.