Venezuela.— No me canso de buscar en los rostros de esta ciudad cada traza desde la cual recordar que somos hermanos de una gran familia. En el lugar más insospechado aparece una escena que hace pensar, o estremece, o hace sonreír.
Uno de los sitios donde puede estallar lo inesperado es el metro, universo que aquí es tema recurrente en los medios de comunicación, y desvelo incesante del Gobierno venezolano —en días pasados, por ejemplo, el presidente Nicolás Maduro habló de ese transporte subterráneo y dijo que debe convertirse en una empresa ejemplar que esté a la vanguardia del servicio público.
Allí, hace no mucho, un hombre enjuto y humildísimo pidió que lo acompañaran en su improvisación. Dos muchachos comenzaron a alternar un estribillo con las ocurrencias del viajero. «La vida te da sorpresas/ sorpresas te da la vida/ ay, Dio (así, aspirando la s)…», decían los cómplices; y entonces el otro iba inventando historias salpicadas de humor, que no llegaban a caer en el barranco de la ofensa o el sinsentido. Me he percatado, por cierto, de que algunos venezolanos son dados a cantar dentro de los ómnibus en movimiento.
Con aquella escena del metro como telón de fondo, yo, que iba sentada, cargué a un niño de unos siete años sobre mis piernas, con la anuencia natural de la madre. Parecía que toda la vida aquella criatura tan delgada y que encontró acomodo sin sobresaltos había estado conmigo. El rostro sonriente de la mujer, su pelo negrísimo y ancestral, han quedado en mi memoria como huella de una confianza, siempre a salvo, entre los semejantes de la especie humana.
Estampas asombrosas se suceden, como la de cierto ciudadano al que pregunté su nombre y tan solo me dijo: «Usted dígame señor Naranja». Es que yo había comprado, haciendo un alto en el camino, un vaso con jugo de naranja. Me lo había vendido un anciano en una esquina en el centro de la ciudad. Sentí que aquello necesitaba azúcar, y habiendo avanzado unos metros, me tropecé con el señor Naranja, a cargo también de un negocio como vendedor de jugos.
«¿Usted puede arreglar esto?», le pedí. Y él, tajante: «No es azúcar lo que necesita…». Exprimió otra naranja sobre mi vaso y pidió que probase. La mezcla había quedado maravillosamente dulce.
Fue ese el comienzo de un diálogo que tomó vuelo y pasión cuando comenté de dónde soy. Naranja contó que vive en La Isla de Cuba, una parte de la ciudad que, según él, debe su nombre a la historia de alguien que cruzó su línea de existencia con la nuestra y que defendió ideas comunistas.
Verdadera filosofía nació de la vehemencia del vendedor, quien habló de todo lo que el comandante Hugo Chávez hizo por el pueblo, de lo que se hace y falta por hacer, y de la importancia que tiene dignificar al hombre.
Una historia contó él para ilustrarnos sobre la trascendencia de «educar a las personas»: «Conocí un muchacho a quien, por robar, le cortaron un dedo en la calle. El carajito andaba con su mano incompleta, y un primo que iba con él no hacía más que reírse, como si aquello diera risa. Me puse muy serio, y regañé al burlón, porque el primo que había perdido su dedo, en vez de estar robando, tenía que estar estudiando».
El apuro de la ciudad y la urgencia del negocio cortaron el hilo de una conversación que tocó uno de los asuntos más vitales que desvela a los artífices de la Revolución Bolivariana: poner luces en la inteligencia natural del pueblo, especialmente de las nuevas generaciones, y hacerlos partícipes por todos los caminos posibles.
No es fortuito que para este 2017 el Gobierno bolivariano se haya propuesto financiar 800 proyectos productivos como parte del Plan Jóvenes del Barrio, el cual ya tiene tres años y forma parte de la Misión Jóvenes de la Patria, iniciativa que busca potenciar la actividad económica de la juventud venezolana en las comunidades del país.
La directora nacional de este Plan, Gabriela Peña, expresó en estos días —y así lo recogió la página web del Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información—, que «es fundamental producir para la patria», que la iniciativa busca atender a los jóvenes «con vulnerabilidad social y que se encuentran en sectores populares urbanos». Alertó que muchos de ellos andan pendientes de delinquir o lo han hecho y que es importante acompañarlos en sus suertes, evitar el delito, «conservar la paz y la vida».
Incluir, participar, producir, defender la unidad en las comunidades, sumar a los muchachos a planes de estudio sin los cuales no sabrían siquiera producir bienes materiales… Suman miles aquellos sobre quienes gravitará un proyecto como el mencionado. Ahí habitan, y la dirección de la Revolución Bolivariana lo sabe, las claves para cortar toda espiral de violencia, para extinguir historias como la que contó, desde la lucidez y la pesadumbre, el señor Naranja.